jueves, 2 de abril de 2009

Nada

Finalmente volví a la piscina. Hace doce libras que no iba. Y a pesar de que logré a duras penas y con muchos descansos completar los mil quinientos metros, la distancia que recorrí en mi mente mientras estaba en el agua fue mucho mayor.

Mientras daba las primeras brazadas, recordé mi primer semestre en la piscina olímpica de la universidad, bajo la tutela de Cochón (ver la entrada "Veinte veinticinco" en este blog). También recordé, apenas cinco años atrás, mi retorno poco elegante a esa misma piscina en Santiago. Sandro, quien fuera mi entrenador entonces, me hizo una prueba y al final de los 100 metros me dijo "muy bien, vas a estar en el grupo de los máster". Me henchí de orgullo y le comenté a todo el mundo que yo pertenecía a los masters de la piscina, imaginándome, por lógica, que máster es mucho más que un título, es un logro adicional. Hasta que encontré la definición en la web:

"La Natación Másters está orientada a aquellos que dejaron de competir por su edad, para los que hace unos años no tenia demasiado sentido la práctica deportiva o para los que piensan que nunca es demasiado tarde para hacer deporte".

Oh, cruel destino. Hasta en eso nos apartan por la edad. Lo peor es que ahora ni siquiera puedo pertenecer al grupo máster de aquí, pues ellos nos llevan literalmente la milla en cuanto a práctica y destreza se refiere. Pero no hay bronca, sigo nadando cada vez que puedo y con eso me creo que estoy vivo. Creo que ya completé 500 metros.

Ahora me toca hacer patadas con la tabla. Un ejercicio para que los brazos se queden inmóviles y las piernas sean las que trabajen. Y pienso en mis brazos, y en todo de lo que me habría perdido de no tenerlos, y hasta oro y doy gracias. Sin mis brazos no hubiera podido dormir a Jean Paul recién nacido, no hubiera podido teclear mis locuras, ni pasar las páginas de los libros, ni escribir en la pizarra. No hubiera podido llegar nadando hasta los "cabezos" de Sosúa, ni aplaudir en el concierto de Pedro Guerra, ni cargar mi maleta en los viajes, ni persignarme... ¡ni abrazar!
Gracias, Señor, por mis brazos...

Ya llevo mil metros, al menos eso creo, me quito las chapaletas y dejo la tabla. Ahora voy a hacer pull y paddle, o sea que me voy a colocar unas paletas en las manos para mejor propulsión y voy a colocar entre mis rodillas un "pull" para que las piernas queden inmovilizadas.
Mis piernas, ¿qué hubiera hecho sin ellas? No hubiera podido subir al Pico Duarte, bailar en el baile de la promoción del colegio, subir hasta el Coliseo Romano, ni sentir la arena de Sosúa bajo mis pies. No hubiera podido jugar al pañuelo, aceptar el reto de subirme a la mata de javilla más alta, o correr despavorido cuando se soltaba la perra de Don Negro en el vecindario cuando era niño. Sin ellas no hubiera sido posible hacer el via crucis en el cañaveral, llegar hasta la Acrópolis, moverme en el escenario llamado "salón de clase", ni robarme la bicicleta Chopper de mi hermana.
Te doy gracias, Dios mío, por mis canillas que tan buenas me han salido.

Me imagino que completé 1,500 mts, pero se sienten como 10,000. Pausa. Burbujas. Gatorade. ¡Aire! Ahora me toca un poco de nado de espaldas, para el que no soy bueno, así que me volteo boca arriba y un sol abrasador me obliga a cerrar los ojos pues los googles no me protegen. Mis ojos, que tantas veces se han visto en peligro, y que ya tienen su capacidad muy disminuida, me han permitido ver el atardecer en el Gran Cañón, la sonrisa de mis sobrinos, el amanecer en el Santo Cerro, los libros que me han marcado, las películas que me han emocionado, la Palabra que me ha hecho crecer, los números con los que me gano la comida. Gracias, Señor, por mis ojos, por todo lo que han visto, por todo lo que falta por ver con ellos.

Acaba la faena, estoy molido, y a fin de cuentas perdí la cuenta. Digamos que nadé dos mil metros, o quizás fueron solo la mitad. O tal vez no nadé nada, y me quedé en la orilla pensando. No importa, porque tengo una sonrisita de pendejo que nadie entiende. Quizás Rosa, que nada a mi lado, y que tiene la habilidad de comprender las cosas que digo cuando no digo NADA.

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