lunes, 6 de junio de 2016

Mis Gigantes Favoritos: Abuelelisa

Hace diecisiete años un día como hoy era domingo, pasada la medianoche el doctor salió de la habitación de cuidados intensivos y dijo "la señora falleció". Ni siquiera tuvo la decencia de decir su nombre, quizás ni se lo sabía. Todo el mundo abrazó a todo el mundo, menos yo, y me quedé solo, mudo, frío, en medio de aquel pasillo, sin que el abrazo llegara sino tras unos minutos que se me hicieron interminables y en los que redefiní el concepto de soledad. Más que un abrazo, yo necesitaba SU abrazo. Mi abuela Elisa se había marchado para siempre y con ella, una parte de mí. A partir de esa noche se me rompió la infancia en pedazos, pues para ella yo seguía siendo un niño de 29 años a quien ella aún tomaba de la mano para cruzar la calle.

Mi abuela, Elisa Abdala Khoury, o más propiamente, "Abuelelisa", era hija de inmigrantes libaneses y aunque nació en la República Dominicana, se crió en esa colonia y de ellos aprendió la mejor cocina, y frases sueltas en árabe (incluyendo malas palabras) que aprendimos y repetimos hasta el día de hoy. Como su familia había salido huyendo del Líbano como muchos otros por las persecuciones religiosas contra los Maronitas, se crió con fuertes raíces religiosas que nos transmitió a todos sus hijos y nietos en la fe católica. Ella no conoció a su abuela, ni mi mamá tampoco (pues su abuela murió en el parto de mi abuela, su última criatura, la única niña), por eso el sentimiento de perder el amor de la abuela es algo que solo puedo compartir con mis hermanas y primos.

Abuela era la dadora de cariño en una familia que no se caracteriza especialmente por la afectividad. Ella era la de las palabras dulces y apodos y cariñitos melosos. La del beso y el abrazo siempre listos. En su casa, que solo existe ahora en mi mente, habitan los mejores recuerdos de mi infancia. Su pequeño patio con suelo de cemento sigue siendo mi refugio en los momentos de tristeza. Ese pequeño paraíso privado está poblado de risas y juegos, allí somos todos niños, felices, inocentes. Allí me siento cuidado y seguro. 

Siempre trató de que ninguno de los nietos sintiera predilección, no fuera cosa que alguno de sus hijos se sintiera celoso, pero yo me sentía que era el más querido - y me imagino que mis hermanas y mis primos también sintieron lo mismo. Me llamaba por teléfono y me cantaba en árabe una canción que decía "Llámame por teléfono aunque sea una vez, pero llámame", señal inequívoca de que ya era hora de pasar por su casa. A veces, como estrategia para que llegáramos más rápido, había como recompensa por la visita un dulce hecho con guayabas del patio (el olor inundando la casa lo recuerdo como ahora), o majarete, o chocolate San Jorge, o "una coca-colita" la cual compraba como pretexto de que era para los nietos, pero era uno de sus vicios, junto con el bingo y las quinielas), o acaso, si había salido el 37 en la lotería del domingo, habría que llamarla y decirle "¡Albricias!" y por el premio ganado venía una propina para cada uno de sus nietos (la misma cantidad, por supuesto, que nadie se ofenda).

Abuela Elisa conocía a todo el ser vivo que hubiera nacido y habitado en el barrio de Los Pepines. Salía de vez en cuando a repartir arroz, azúcar y aceite a algunas familias de escasos recursos, calladita y sin buscar ningún reconocimiento. Conocía desde los más ilustres hasta los más oscuros personajes, y a todos los trataba como iguales. En medio de la agresiva poblada del 1984, la policía aprovechó para "limpiar" y se despachó a algunos individuos a quienes les tenían ficha de cabezas calientes. Y entre gomas quemadas y huelgas ella fue a dar el último adiós a un famoso y peligroso personaje conocido como "el Taira" - "El era un muchacho bueno y yo lo conocía desde chiquito", insistía abuela, mientras se ocupaba de que nadie saliera de su casa porque la situación era peligrosa.
 Igual se convirtió en defensora acérrima de uno de sus cantantes favoritos, Fernando Villalona cuando éste cayó en su punto más bajo de adicción a las drogas. Pienso que quería siempre ver lo mejor del otro y por ello trataba de ser indulgente cuando podía, excepto se se trataba de un umpire quite le cantaba out o strike a las Águilas Cibaeñas, en cuyo caso se transfoguraba, y perdía la compostura, voceándole protestas en medio del estadio de béisbol.

Tras su partida aprendí que aquel rosario tan fino que le traje de Montmartre lo guardaba como un tesoro en una gaveta, mientras seguía usando su viejo y gastado rosario en las horas santas. Así me enseñó a rezar: "Espíritu Santo, enséñame lo que debo pensar, lo que debo decir, cómo debo decirlo, cómo debo de actuar..." y en su honor aún lo sigo repitiendo ante cada situación de crisis.

Hacía sus rezos temprano en el patio, para poder salir a tiempo, bañada y empolvada, y llegar a  la farmacia donde trabajaba mi abuelo. Aquel acto de acompañarlo en su camino de regreso a la casa era motivado por celos, pero le servía a la vez como salida diaria. para saludar y socializar. Compraba el periódico "Ultima Hora" y se sentaba a leerlo en la farmacia. Si llegaba alguna clienta bonita o coqueta, ella leía en voz alta algún titular, para que la mujer en cuestión se percatara de su presencia.

Por más que quiera hacerle un reconocido homenaje como una de mis gigantes favoritos, lo que me sale son anécdotas jocosas sobre sus ocurrencias y supersticiones, sobre sus refranes que repito a menudo y las frases que acuñó y que son repetidas por muchos hoy en día:
- Abuela, me voy de viaje, "El que tiene cuartos sí goza, qué dirá el Señor de tantas cosas", 
- Abuelelisa, ¿Cómo estás? "Aquí, entre dos como el encaje", 
- Abuela, ¿Qué haces? "Viendo, oyendo, cogiendo y dejando". 
- Abuela, ¿Qué opinas de fulano? "Ese no es un ñeñeñé". 
- Abuela, ¿Supiste lo que hizo tal persona? "Jara pa' ese". 
- Abuela, Se dañó tal cosa. "Fadeca (que en él se ensuelva)". 
- Abuela, nos vamos para la playa "Llévense su abriguito por si hace frío".  
Nadie que lea este escrito lo entiende, pero muchos me conocen y me han escuchado alguna de esas frases, y si me conocen de cerca saben que la mantengo viva en mis conversaciones.

Así que no puedo hacerle un homenaje a mi abuela sin resaltar su llaneza y espontaneidad, su tono campechano, su manera sencilla de vivir, su agudeza, y sobre todo su fe y su entrega. Pero su manera de amar, de ser, de hacerme sentir, eso no puedo ponerlo en palabras. 
La extraño como si se hubiese ido hoy, y me sorprendo con frecuencia hablando con ella, pidiendo su intercesión, imaginando su reacción ante tal o cual noticia. Y me pregunto si sus diez bisnietos, de los cuales solo llegó a conocer dos, sabrán alguna vez que esa abuela nuestra fue el centro de todo el amor de nuestra familia.

Cuando mi abuelo Chaguito falleció, ella siguió durmiendo del mismo lado de la cama y le dejaba el espacio vacío del otro lado. El domingo siguiente fui temprano a su casa para hacerle compañía, y puse el CD de Gardel de fondo, como tantos otros domingos en que lo hacía mi abuelo. "Quita eso" - me dijo. Yo pensé que era porque le traía dolor por la nostalgia de su partida, pero siguió hablando - "A mí no me gusta Gardel". "Pero abuela, ¿Y como es que lo estuviste escuchando durante 57 años de matrimonio?", a lo cual ella me respondió con tremenda lección, diciéndome que de eso se trataba, que ella respetaba eso así como abuelo respetaba su afición por la lotería. 
De hecho, se sabía cuanta fecha de nacimiento o aniversario existiera, y la jugaba en la lotería al derecho y al revés si se soñaba con alguno de nosotros, sin olvidar el número de cédula y de placa de la persona. Y bueno, mi abuelo nada podía hacer para detenerla.


A los dos años ella le siguió los pasos. Durante la semana que estuvo luchando contra la muerte pude verla despojada de su elegancia, vulnerable y frágil, y me percaté de cuan bella era, aún en su lecho de muerte.

En uno de esos días llegué bien temprano a la clínica para ayudar a cambiar la ropa de cama y asearla, y en sus delirios ella pedía agua, y la enfermera se la llevaba, pero ella no la quería. Salí entonces a la calle a buscar agua de coco, pues ella hace tiempo había sustituido el agua normal por el agua de coco, y logré convencer a la enfermera de que se la diera. Al probarla, en su dolor sonrió, y me miró, ya lúcida, y con dificultad me alcanzó a decir con una sonrisa, "Gracias, mi amor. Tú eres mi niño. Te quiero mucho". Esa fue nuestra última conversación, y como pocas veces la escuché llamarme "mi niño", si no fuera por la enfermera que estaba presente juraría que me lo soñé. 

Yo también te quiero, y te amaré siempre, Abuelelisa.

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