domingo, 14 de septiembre de 2008

Los Gritos del Silencio

Hace años, cuando era un imberbe que no sabía nada de la vida (como si ahora supera algo, vaya), los Hermanos de La Salle solían hacer retiros que incluían media hora de "desierto", invitando a un lugar de silencio y soledad para escuchar la voz de Dios. Aquella media hora me parecía un siglo, un desperdicio, sobre todo para una gente tan parlanchina y extrovertida como yo. Cabalmente cumplía con mi ejercicio, pero no creo que le sacara mayor provecho.

Ya de adulto opté por refugiarme en varias ocasiones en el Monasterio de los Monjes Cistercienses de Jarabacoa, pero aquello más era un descanso, un spa espiritual, sazonado por los cánticos de los monjes y su misticisimo. Fui sin ninguna necesidad, sin ninguna expectativa, y salí descansado, satisfecho y en paz, tanto que pienso volver por cuarta vez este año.

Sin embargo, este fin de semana fui invitado a un retiro de silencio, iniciación a los ejercicios espirituales de San Ignacio. Muy malo el timing, pensé yo, pues hay demasiadas cosas en mi cabeza y en mi corazón como para meterme en un retiro de silencio. Las últimas dos semanas he estado experimentando un dolor sin precedentes, una soledad desconocida, y me la he pasado en una montaña rusa emocional plagada de las emociones más variopintas: Tristeza, angustia, rabia, ansiedad, desilusión y otros sentimientos negativos. Me recetaron pastillas pero me negué a tomarlas, pensé que serían como los esteroides para los atletas, que les dan una fuerza aparente pero irreal.

Y hablando de atletas, me llamaba mucho la atención esto de los ejercicios ignacianos, pues una vez estuve en un grupo relacionado con ello y que lamentablemente tuve que abandonar por los afanes de la vida diaria. Para que un buen programa de ejercicios (físicos o espirituales) sea efectivo requiere práctica constante, buena alimentación, disciplina y en muchos casos un entrenador personal. Pero sobre todo requieren disposición, voluntad. Y de eso yo no he tenido mucho últimamente.

Pensé en irme a Santiago, allí me esperaba una oferta atractiva para ahogar mis penas en alcohol, nicotina, cafeína, música alta y otros pequeños diablitos que ayudan a la evasión. Y el día antes llamé al Padre Franchy, y le conté lo que me pasaba. Franchy, con su calma acostumbrada, me dijo que precisamente, si yo estaba como estaba, era presa fácil del "mal espíritu", que le diera una oportunidad al Espíritu de Dios a ver si podía hacer algo diferente en mí. En otros tiempos me hubiera reído de sus palabras, pero después de todo tenía razón, la idea del bien y el mal luchando dentro de una persona es tan antigua como la historia misma, y tan reciente como la tesis planteada en la última película de Batman. Y decidí que me iba a dar un chance. O que se lo iba a dar a Dios, con quien había tenido durante varios días unas conversaciones medio extrañas.

Me aparecí el viernes en Manresa Loyola con más miedo que vergüenza. Inmediatamente solicité ver a la persona que dirigía el retiro y me tranqué con ella en una oficina. "Mire, Clara, yo no debería estar aquí", le dije con voz firme. Con una dulce mirada y una voz tierna me preguntó por qué. Y yo le dije: "Porque..." y me eché a llorar ante aquella desconocida, sin saber por qué, y le confesé que tenía mucho miedo de la soledad. Clara me aceptó mi negociación de que me quedaría solamente esa noche y que decidiría en la mañana lo que iba a hacer. Esa bribona sabía muy bien lo que realmente ocurriría, sobre todo porque escribió en un papel que nos entregó antes de iniciar: "Vienes quizás como llegó San Ignacio a su casa después de la derrota de Pamplona: Herido y enfermo". Ahí me agarró.

Para hacer el asunto aún más extremo, en una casa de retiro para aproximadamente 100 personas, sólo habíamos cinco, contando a la guía. Una amiga de una amiga, con quien cada vez que me junto empezamos "tililá-tililá", una señora muy formal y muy buena que empezaba todas las frases diciendo "Por el poder de Dios" (hay que imaginarse aquello, "Por el poder de Dios me voy a ir a acostar", too much!), y una joven calladita de quien no conocí mucho. Tres de ellas eran educadoras, lo cual me llamó poderosamente la atención debido a los pensamientos que he ido desarrollando al respecto en los derroteros de mi mente en los últimos tiempos.
En fin, aquel lugar inmenso solo para nosotros cinco, con unos jardines hermosos frente al mar, me parecía una cárcel, y el fin de semana una penitencia por los errores cometidos. Este domingo en la tarde se me hacía muy lejano hace 48 horas.

La metodología era tal que sólo teníamos media hora de orientación en grupo, dividida en dos sesiones, y media hora de acompañamiento espiritual individual. El resto, incluyendo las comidas, era todo en silencio. Los ejercicios se dividían en dos partes: Una de meditación hasta el sábado en la tarde, y otra de contemplación, hasta el domingo en la tarde. De verdad que mete miedo. Pero por otro lado yo estaba cansado y herido, como decía el papel, e igual podría servirme de descanso aquel experimento.

No voy a entrar en detalle de cómo fue transcurriendo el proceso interno, pero puedo decir que fue doloroso, lento, lleno de lágrimas y desesperación al principio, pero poco a poco se fue transformando en una oportunidad para acallar tanto ruido que no me deja pensar claramente.
Lo primero fue que al leer la lectura del ciego de Jericó (Mc 10, 46-52), entré inmediatamente en un pleito con Dios. "¿Cómo se te ocurre seguir de largo si me ves tirado en el suelo y pidiendo ayuda? ¿Por qué quieres que te grite y que te insista? ¿Por qué me preguntas que qué quiero si lo sabes mejor que yo?" Fui buscando esas respuestas, con rabia y dolor, y las fui hallando, una a una, de una manera hermosa y sutil como sólo El puede hacerlo.

Esa noche, después de pedírselo mucho a Dios en oración, pude dormir ocho horas de corrido por primera vez en quince días, sin pesadillas y sin llanto. Me despertó, de hecho, mi propia risa, no el despertador (una clara prueba de que mi oración había sido escuchada). Durante el día en las sesiones de meditación tuve oportunidad de cambiar mi petición de "¡Señor, escúchame!" a "¡Señor, háblame!", y luego de más silencio y oración el ruego cambió de "¿Señor, qué quieres que haga?" a "¿Señor, qué quieres que sea?". Una evolución lenta, pero segura, hacia el lugar de encuentro con Dios.

Al día siguiente la batalla siguió. Y digo batalla porque cualquiera pensaría que uno en silencio está en paz. A la larga sí, pero no sin antes pasar por toda suerte de obstáculos. No fue un proceso fácil, luché contra mis demonios internos, contra mí mismo, y finalmente me cansé de luchar y me senté, vencido, en un banco frente a un cementerio. Ya para entonces llegó un momento en el que fui capaz de escuchar de dónde venía y a dónde iba el viento, pude distinguir el canto de al menos siete pájaros distintos, pude observar la trayectoria de una hormiga, pude seguir la mutación de una nube. Entonces, al cabo de un rato, el silencio empezó a gritar...

Entendí finalmente que buscar un momento para mí mismo, para mí solo, nunca será saludable, y con razón le tenía miedo, y con razón cada vez que me enfrentaba a esos momentos me auxiliaba del teclado, el control remoto, el IPod, el teléfono, y mil cosas más. Sin embargo, buscar una soledad habitada, un momento de intimidad con Dios, es lo que quiero y debo hacer para salvarme de morir en vida.

"Necesito un Salvador, y no soy yo mismo", decía uno de los breves textos que leí. Y por eso sé que cuando emerja de esta arena movediza, saldré con una fuerza nueva y mayor, que no viene de mí, sino de Otro que puede más, que lo puede todo. Y nadie podrá decir que soy un "self-made man", sino una obra de Dios. Por cierto, entendí que Dios no crea como lo hacemos en la fábrica, de la línea al almacén y de allí al cliente. En su caso somos un producto en proceso en todo momento, estamos siendo creados siempre. Por eso mi certeza de que puedo ser otra persona, una mejor persona, porque no depende sólo de mí.
Con respecto a los ejercicios de contemplación, ya habrá otras entradas en el blog.

Corro el riesgo se sonar a "convertío" al escribir esto (y me vale un cacahuate). Pero después de todo es mi blog, y en él vierto mis sentimientos, mis vivencias, mi sentir, qué carajo. (Y hasta puedo ser malcriado sin que nadie me corrija). No escribo con el ánimo de alardear sobre mi experiencia, sino para recordarme y recordar que el silencio es la patria de los fuertes, que el desierto es el lugar de encuentro con Dios, que cada vez más en esta sociedad y en esta época necesitamos sacar ese tiempo para El, nunca para nosotros solos. Y que donde quiera que me lleve el destino, tengo algo muy claro: Dios no es negociable, Dios no es postergable.

El dolor que me llevé el viernes lo traje conmigo de regreso, porque no fui a buscar soluciones mágicas. Pero esta vez me traje también la esperanza de que no estoy solo, mi Dios me acompaña en en todo momento y no me abandona. Es un Dios original y creativo, que en una ocasión me salvó a través del canto y los abrazos de un grupo de jóvenes locos y en esta ocasión se me hizo el encontradizo en la naturaleza, en el silencio, en mi propio interior. Es un Dios amantísimo al que le duele mi dolor y le alegra mi alegría.

Lo que se me ha revelado y lo que se me va a revelar me va a ayudar a salir adelante. Ya no estoy "sobreviviendo todo", ahora estoy, sobre todo, viviendo.

3 comentarios:

Desiree dijo...

amén...

Raquel De Castro Morel dijo...

La madre Teresa de Calcuta insistía en que sólo es en el silencio de tu corazón que puedes escuchar a Dios. Lo que pasa es que nos da miedo acallar todo para ponernos en escucha.

Anónimo dijo...

Lo que se me ha revelado y lo que se me va a revelar me va a ayudar a salir adelante. Ya no estoy "sobreviviendo todo", ahora estoy, sobre todo, viviendo


QUE NO SE QUEDE EN LAS PAREDES....eso sirve para toda la vida...