viernes, 10 de agosto de 2007

Miedo al Ridículo

Cuando era pequeño tenía sueños recurrentes, casi siempre relacionados con el colegio. Por ejemplo, llegaba descalzo o sin la mochila, y quedaba expuesto a la burla y al boche de los profesores. Luego las pesadillas evolucionaron y entonces aparecía yo desnudo en medio del patio del colegio mientras todos me señalaban y se reían de mí. Entiendo ahora que el miedo a quedar en ridículo era el móvil de mis pesadillas.
Al tener botas especiales para pies planos y gafas oscuras especiales para un problema en las córneas, me tocó aguantar muchas burlas, con las cuales aprendí a lidiar por mi cuenta: logré de alguna manera que los demás se rieran conmigo, no de mí. La técnica me sigue resultando efectiva aún hoy.

Y es que quedar en ridículo no era aceptable. Aquella vez que a Esther Tejada se le olvidó la poesía que estaba recitando en frente de todos los estudiantes, me puse en su lugar y me obligué a mí mismo a que eso nunca me pasaría. Ni hablar de “George el cagao”, el cual estudiaba tres años más adelantado, y que pasó a la historia por un episodio en tercero de bachillerato que es fácil de inferir por su sempiterno apodo. En el vecindario estaba "Guillermo el caco pelao", y en los campamentos de la parroquia teníamos a "Fiordaliza la sonámbula", por mencionar solo algunos casos de personajes que pasaron a la historia por asuntos vergonzosos que tienen sus historias detrás. Yo no quería ser recordado por nada parecido.

Llegué, es cierto, a hacer el ridículo recitando poesías coreadas, o acaso disfrazado de mono en una comparsa de circo a los diez años (¿pero es que mis padres no pensaban? ¿a quién se le ocurre disfrazar a su hijo de mono?) – nunca me quité la máscara, claro, por el miedo al ridículo.
Pensé que todos esos temibles episodios quedarían relegados a mi época escolar, pero no sospechaba yo que en la adultez me perseguirían magníficas oportunidades de quedar como un idiota, desde pedir amores por primera vez (cuando se usaba pedir amores) hasta las entrevistas de trabajo, en las que llegué a hacerme un experto, todo por el famoso miedo al ridículo.


Voy a listar, pues, los “mejores” momentos de mi adultez en los que he hecho el tonto. Son momentos, lamentablemente, inolvidables, y al escribirlos trato de exorcizarlos:

1. Estaba yo en Misa del Politécnico, llena de bote en bote, un domingo en la noche. Me quedé parado atrás y llegaron a mi lado Juanjo y Anny. Al regresar de la comunión, por el pasillo central, notaba que algunas gentes bajaban la cabeza mientras yo pasaba. No sería una reverencia, quizás era coincidencia. Cuando regresé al fondo de la Iglesia, Juanjo me dice bajito y con una risita de hijoeputa: “Acuérdame decirte algo al final”. Resulta que llevaba yo un zapato negro y otro marrón, notoriamente diferentes, aparte de los pantalones saltacharcos. En mi favor debo decir que me cambié deprisa en medio de un apagón.

2. Aquella noche de septiembre había una fiesta de bienvenida para los estudiantes de intercambio que habían llegado a la ciudad. A alguien se le ocurrió la genial idea de que fuera una “toga party”, idea que me encantó de entrada. Bajé a casa de Anacely y allá nos disfrazamos ella, Jacqueline y yo. Con una sábana amarrada tipo Nerón, unas chancletas y un ramito de laurel agarrado de mis orejas, me subí al “Chepe”, un carrito minúsculo que tenía Jacqueline. Cruzando la Ave. Juan Pablo Duarte, aquella aspiración de vehículo decidió apagarse. Con mis vastos conocimientos de mecánica, me dispuse a “punchar” en el motor, esfuerzo que, obviamente, resultó infructuoso. Estábamos cerca de la casa de nuestra amiga Jenny, de modo que yo me dirigí hacia allá a pedir ayuda (no existían los celulares entonces). Después de mucho tocar, me abrió la abuela de Jenny, y la vieja me trancó la puerta en mis narices mientras voceaba “¡Auxilio, un loco, voy a llamar a la policía!”. Salí despavorido, percatándome en ese momento de mi extraño aspecto. Nunca más volví a visitar la casa (me imagino la historia que habrá contado la abuela).

3. Eso no es nada, comparado con lo que me ocurrió a mis 18 años, el día de la Boda de Sandra, amiga de mi hermana, Era domingo en la mañana, estaba yo lavando el carro de papi (se hacía el sacrificio para que se lo pudieran prestar a uno). La vestimenta: chancletas, shorts ripiosos, camisilla vieja llena de hoyos. Mi hermana me pide que por favor la baje a la recepción, que era cerca de casa. “Está bien, pero es hasta la salida de afuera”, le dije. Me puse el trapito de estregar el carro al hombro, y encaminé a mi hermana y a una amiga suya hasta el referido punto. “Ay, manito, yo ando en tacos, ya llévame hasta adentro, no seas así” (léase en tono meloso y lavasaquístico). Accedí, bendita sea la hora, a llevarla hasta donde los invitados hacían su debut de entrada en sus mejores galas. “Rápido, rápido, sálganse que me van a ver”. Perdí de vista a mi hermana y su amiga, y en las prisas, di la vuelta con tal torpeza, que la mitad del carro cayó en una zanja pronunciada de donde no podía salir. Pasaron como cien años antes de que reaccionara. Salí del carro, todo yo, a buscar ayuda, la cual me fue negada por todos los conocidos del “pequeño Hollywood” que era aquello. Gentes conocidas volteaban la cara, murmuraban, se reían ante mis peticiones, hasta que un santo, Alfredo Tejada, me ayudó a empujar el carro y salir de la zanja. Llegué a casa, mojado entre el sudor y las lágrimas, con el carro sucio y el orgullo muerto. A eso le llamo yo hacer el ridículo.

4. Año 2005. Tengo dos días mudado en Santo Domingo, acomodándome en mi apartamento, cuando decido, antes de acostarme, a sacar la basura y buscar el correo. La vestimenta era muy similar a la de aquella ocasión: shorts, chancletas y camisilla (por qué será que siempre hay algo con las chancletas). Salgo con la basura y la llave, una en cada mano, recojo el correo (solo tengo dos manos), y boto la basura… con todo y llave. Nadie estaba viéndome, de modo que no me quedó otra opción que “bucear” en el basurero, cuando de repente se detiene un carro muy lujoso y me pregunta un señor de saco y corbata: “¿Se puede saber quién es usted y qué está haciendo?” Yo le respondí que era inquilino del edificio… y que estaba buscando algo en la basura. El individuo resultó ser el vecino del piso de arriba, y me creerán si cuento que cuando él o su esposa me veían en la escalera se apartaban hacia el otro lado, situación que duró unos meses hasta que aclaré el entuerto. ¿Quién dijo “vergüenza”?

Hay muchos otros episodios, mi mente ha elegido borrar muchos de ellos para poder sobrevivir a lo largo de los años, pero creo que la idea queda clara: Que vivimos expuestos al escarnio público, que con los años probablemente tenemos más oportunidades de hacer el ridículo que en los años mozos.

Lo mejor de todo es que cuando a uno le ocurren estas cosas, todo lo demás se relativiza.
Bendita vergüenza, y bendito ese miedo que nos hace esforzarnos, superarnos, pensar antes de hablar, vestir mejor, y pensarlo bien antes de ponerse las chancletas…

2 comentarios:

José D'Laura dijo...

Simón:
¡Ay! El golpe de nostalgia ha sido fulminante. Por supuesto, que para los de nuestra generación (perdón, sé que te llevo algunos años) fue nuestro "Cinema Paradiso".
Allí vimos, en estreno, "La guerra de las galaxias" y nos sentimos parte de su universo. Allí vimos, desconcertados ante tanto cine a "La guerra y la paz" en dos partes.
Allí conocí el cine de Truffaut: bueno, la lista sería extensa.
Pero ese sitio fue el set principal de la película de nuestra vida: amigos, amores, secretos.
Y eso no tiene precio. Sólo sirve para abonar la memoria de la maravillosa experiencia de no sentirnos solos.

Anónimo dijo...

“¡Auxilio, un loco, voy a llamar a la policía!”

“¿Se puede saber quién es usted y qué está haciendo?”


Dos letras repetidas para estas historias de la vida:

JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJ
AJAJAJAJJAJAJAJAJAJAJAJJAJAJAJAJAJAJ
JAJAJAJJAJAJAJAJAJAJJAJAJAJAJAJJAJA
AJAJAJJAJAJAJA