domingo, 30 de julio de 2006

Mis Viejas del Primer Piso

Cuando me mudé a la cuarta planta del Aranjuez I, en Santiago en febero del 2001, inicié la experiencia de la vida en soledad y me convertí en 'esclavo de casa' (el amo es el que gobierna, en este caso es al revés). Los beneficios y las bondades de vivir en familia se desvanecieron de la noche a la mañana y me vi de pronto hablando solo, tipo novela mexicana. Luego la locura evolucionó y hablaba con mi matica de laurel y con retratos.
A pesar de que tenía buenos vecinos, la mayoría éramos jóvenes y vivíamos aceleradísimos, entrando y saliendo del edificio como alma que lleva el diablo, y la comunicación con otros seres humanos era prácticamente nula.

Meses después llegó doña Josefina a la primera planta, acababa de enviudar y se mudaba de su casa y su vecindario de toda la vida a este apartamento sola. En uno de esos días que me tocaba viaje por carretera muy temprano me la encontré en su balcón fumando. Me brindó un café y retrasé mi viaje unos veinte minutos para hacerle compañía a la vieja que estaba sola, pobre (tiempo después ella me confesó que decidió hacerle compañía este joven solitario, pobre) .
Luego de esto, se convirtió en un hábito que doña Josefina se levantara más temprano sólo a colarme un café para que no me fuera a la carretera "con la pasta de dientes solamente" como decía ella.

En nuestras conversaciones, que ya incluían también la llegada por la tardecita y una parada obligada en su casa a fumarme un cigarrillo con ella, empezamos a desnudar nuestros corazones. Comencé a llamarla Tata, como lo hacían sus nietos. Un día le llevaba un regalo de un viaje, otro día ella me preparaba una cena, y así fue como se inició la complicidad entre Tata y yo. Lo cierto es que mi amiga no sólo se estaba ganando mi corazón sino el de todos los inquilinos del edificio. Sus tácticas eran geniales, recuerdo que hasta llegó hasta a preparar dulce de guayaba y ponerlo en su balcón para que todo el que pasara se detuviera, y allí hacíamos unas mini-tertulias de lo más sabrosas.

Empezaron a escucharse los "buenos días, vecina" con más frecuencia, las tertulias se conviertieron en reuniones de tragos, y todos nos contagiamos de la magia que Tata había traido al residencial. Extraño especialmente la temporada de pelota, cuando nos juntábamos Tata y yo, quizá con alguno de sus pensionados, y entre los Cuba-Libres, los cigarrillos y la picadera, aprendí a disfrutar como nunca la emoción de los juegos de béisbol. Aquella serie final de Boston y Nueva York, y más tarde en el año Aguilas y Licey, era casi una cita obligada entre nosotros.

Mi amiga, que bien podía ser mi madre, se convirtió en mi confidente y yo en su paño de lágrimas, y cuando me tocó mudarme a Santo Domingo lloramos como Magdalenas, pues el amor y la amistad no se pueden meter en cajas con la loza y los libros. Al desempacar en mi nuevo apartamento me di cuenta de que había dejado el corazón en la sala de su casa.

Adaptarme a mi nueva vivienda, en el residencial Delta XI, no fue fácil. Sólo éramos nueve condómines, pero la diferencia cultural y la nostalgia de lo dejado atrás eran fuertes factores en mi contra. Me advirtió la primera vecina que conocí que me mantuviera a distancia con doña Luisa, la vieja del primer piso, que era una cascarrabias incurable. Eso fue como decirme "acércate", pues al otro día por la mañana antes de irme al trabajo pasé por su ventana y le largué un "Buenosdíasdoñaluiiiiisa", el cual, obviamente, no obtuvo ninguna respuesta. Sumado a un "BuenastardesdoñaLuisa, comoestáusteeeeeed", durante un par de semanas, ya era demasiado como para que la vieja se aguantara. Entonces me llamó, "Entra mijo, siéntate".

Me acordé del episodio en el que el Chavo entra a la casa de la Bruja del 71 mientras doña Luisa me escudriñaba tan de cerca que me puso nervioso. "Tengo 75 años y prácticamente el glaucoma me ha dejado sin vista, por eso me acerco", me dijo. Luego de un incómodo silencio me preguntó que por qué la saludaba todos los días. Antes de que le respondiera me dijo "Casi nadie lo hace aquí. Yo vivo sola, soy vieja y peleo mucho, casi nadie se detiene a saludarme. Me alegra que tú lo hagas". Acto seguido depósitó en mis manos una fuente con jalea de batata preparada por ella y me despachó como si la estuviera molestando.

Me acordé de Tata, ella decía que los que vivimos solos debemos cuidarnos unos a otros, y lo comprobó de un modo genial la noche del terremoto, cuando se dedicó a pasar lista en medio de la confusión. Fue por eso que le hice el upgrade al saludo diario y ya incluía un "¿cómo se siente hoy?" o acaso "se le nota más contenta". Resulta que doña Luisa, mi querida vieja del primer piso que en realidad sí es cascarrabias igual que yo, ha ido añadiendo a mi dieta manzanas en álmibar, soufflé de yuca, yaniqueques, panecillos de nata, tipile, y cuánta bomba calórica se pueda uno imaginar. Le dije que no hacía falta pero no sirvió de nada. El truco es que me siente a comer mientras ella se desahoga en un amplio rango de comentarios desde el último decreto presidencial hasta la queja del conserje que hace una semana que no limpia la escalera. La cuestión es que le presto mis oídos (y ya aprendí a detectar cuándo necesita ser escuchada) y a cambio ella me hace sentir cuidado y acompañado.

Cuando le conté a Tata de mi nueva hada madrina se puso muy celosa. Y cuando le conté a doña Luisa de mis tiempos con Tata contraatacó con un renovado arsenal alimenticio hasta que le dije que estaba a dieta y que me ayudara parando sus obsequios. Qué va, no hay manera. "Al cierre de esta edición" debo pasar a recoger por su casa un cortado de leche preparado con azúcar dietética. Y por cierto, quiere contarme algo sobre su nieto menor...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encantó!
Mi amigo favorito, compañero de alegrías y pesares, te mando un abrazote y……..por fa’, pasa por la casa, tengo comida de dieta y no comentaré nada durante el próximo CSI. Te extrañamos…

Anónimo dijo...

Hola, Simon.

No sé si leerás los comentarios. Creo que la última vez que entré a tu blog fue hace seis meses. Ahora que el propósito de mi vida se ha vuelto principalmente lavar biberones y limpiar culitos sucios, no queda mucho tiempo para estas diversiones....

Bueno, me gustó mucho el artículo. Pensé en muchos de los vecinos que he tenido en los años recientes.

Pensé en los del residencial Giselita, que ya estaban acostumbrados a oír los improperios cuando se iba la luz y yo me asomaba para decir "sigan votando por Balaguer, c....!". Doña Virginia hablaba hasta por los codos, pero casi siempre era para tentarte a entrar a comprar ropas en su casa. Doña Fe, la viejita de la puerta contigua, de la cual tengo pocos recuerdos excepto que dejaba siempre su bolsa de basura fuera y yo terminaba bajándola al basurero.

Pensé, de manera más reciente en mis vecinos de Edina, Minnesota. Una era la viejita Bobi que vivía sola al lado con sus gatos Cookie & Oreo, paralizada por un derrame. Nunca ponía seguro a su puerta, ni de noche. De vez en cuando la espantaba para ir a saludarla, aunque su casa apestaba a cigarrillo y no teníamos mucho de qué hablar. Mi otra vecina Liz, al cruzar el callejón, con quien siempre tenía que echar un párrafo sobre las hortalizas (éramos las dos únicas locas del vecindario que cultivaban tomates y ajíes en su patio) y luego echar otro párrafo más largo para hablar pestes de Bush, de los republicanos en general y de la puta guerra en Irak.

Luego pensé en los vecinos de Baldwin, Wisconsin, cerca de la finca. A la familia Lickness los hemos elevado casi a la categoría de santos. Nos adoptaron como parte de su familia. Durante el invierno, Chris vino varias veces con su tractor y nos paleó la nieve. Jenny siempre tiene café colado en su casa para quien entre allí se pueda sentar, si encuentra como hacerlo entre miles de regueros y chucherías. Creo que nunca habíamos encontrado unos vecinos tan desinteresados y amorosos. En un área rural, aunque sea con las 'comodidades' que tiene el vivir en un área rural en los EEUU, los vecinos son realmente tu familia y las gentes que te van a echar la mano en un momento duro.

En este país crear ese tipo de relaciones con tus vecinos es sumamente difícil, sobre todo si te toca vivir en un complejo de apartamentos como hice yo en los primeros seis meses aquí, donde nadie te daba ni las buenas tardes si te veía. Casi a punto de mudarme de ahí después de seis larguísimos meses, conocí una niña brasileña que me dijo entre triste y alegre que yo era la primera persona que le había dirigido la palabra en el edificio, pero lamentablemente me vino a conocer cuando ya me iba.

En fin, ya ves por dónde me han llevado los pensamientos. Todos tenemos alguna Tata y alguna doña Luisa por ahí, tal vez esperando solamente que le tiremos ese primer (o segundo, o tercero o decimoquinto) saludito...

Abrazos,

Mónica

Anónimo dijo...

Me sacaste par de lagrimas. Cuantas cosas bellas uno puede encontrar cerca de la casa...

Y yo que a veces paso como si no quisiera que me vieran....