jueves, 14 de febrero de 2019

Mi Mejor San Valentín

Es la noche de San Valentín, y mientras la ciudad está inundada de corazones y los restaurants abarrotados de parejas, yo estoy aquí en casa, tranquilo, mi libro, mi Netflix, mi copa de vino. Aquí no ha pasado nada. No lo digo en actitud de negación, es que yo no le he dado importancia a este día desde que estaba en el colegio y se celebraba la amistad más que otra cosa.

Y en la soledad de mi hogar, y frente a mi pantalla, recuerdo con una sonrisa en el rostro aquella noche de San Valentín del 2001, la mejor que nadie jamás haya pasado, y me la cuento de nuevo para no olvidarla, y para reconocer a las personas que hicieron de aquella ocasión un evento inolvidable. Confieso que con los años he borrado y he añadido detalles, casi que la he mitificado, y la contaré lo mejor que pueda, que me perdonen las protagonistas, pues reconozco que hasta ahora no ha podido ser superada.

No hubo chocolates, ni tarjetas, ni flores, ni cenas especiales a la luz de las velas, ni peluches, vamos, que todo eso ya lo he vivido y no me han dejado más que un hueco en el bolsillo y un buen momento. Pero sí hubo amor del bueno, compañía especial, y un derroche de detalles que me hacen seguir sonriendo 18 años después.

Aquella noche, como esta de hoy, llegué a la soledad de mi casa cansado del trabajo, con la única diferencia de que en aquella casa no había ni siquiera muebles, pues recién había adquirido mi primer apartamento. Estaba a punto de darme una ducha cuando de repente suena el intercom. Cuando respondí era mi amiga Fifi, a quien se le ocurrió pasar a visitarme a mi nuevo hogar. La recibí envuelto en una bata de baño. Me dice que viene a fumarse unos cigarrillos conmigo y le digo que no tengo cenicero, a lo cual ella me responde con que me trajo uno de regalo.

Estábamos sentados en el suelo, en el ejercicio del humo y las palabras, cuando aproximadamente cinco minutos más tarde, de repente vuelve a sonar el intercom. Una verdadera coincidencia, pues no esperaba una y mucho menos dos visitas, mucho menos una noche como aquella. Debe ser el conserje, le dije a Fifi. Pues no lo era, resulta que mi amiga Anacely decidió pasar a visitarme también. Al abrirle la puerta veo que trae una botella de vino con ella, y le digo que no tenía copas, a lo cual ella me dice que me trajo unos vasos y un sacacorchos. La invito a tomar asiento junto con Fifi en el suelo, y allí nos pusimos los tres a charlar alegremente. Yo estaba feliz.

Como a los cinco minutos, vuelve a sonar el intercom. Ya no me lo creo, y al verle la picardía en la cara a esas dos que conozco tan bien, me doy cuenta de que esto es un plan que ha sido coordinado y sincronizado a la perfección. Llegó Awilda, el mismo ritual: “Traje unos nachos y un dip”, me dice, “Pero no tengo en dónde servirlos”, le respondí, “No importa, yo te traje una fuente de regalo”. Para no hacer el cuento muy largo, llegó más tarde Eugenia y luego Ivelisse, y trajeron más vino.

Solo de recordar la escena me vuelve la alegría de aquel momento. Cinco amigas solteras, que decidieron “elegirme” como su pareja de San Valentín y aprovechar para hacerme un housewarming inesperado. La escena es surreal, sentados en el suelo, picadera, tabaco y vino, complicidad y carcajadas. Imagínense los temas de conversación, influidos por el día que era, estaba yo presenciando en primera fila la película de la vida a través de los ojos de aquellas mujeres que hablaron de amor y desamor. Yo no daba crédito a las cosas que allí salieron a relucir, y de hecho todos recordamos cuando una de ellas dijo casi llorando “necesito afecto”, y otra le ripostó con una frase que no puedo publicar aquí, pero que pasó a la historia. Lamentablemente yo no podía, por ser minoría, defender a los pobres hombres que tan mal parados salieron de aquella tertulia.

Como en un milagro bíblico se multiplicaron las botellas vacías y las colillas, y la noche que ya se había extendido, tuvo que llegar a su fin porque al día siguiente había trabajo. Nos despedimos de aquella inolvidable reunión a la que luego llamé “el aquelarre” y que prometimos repetir, pero aún queda pendiente, a sabiendas de que ya no somos los mismos y de que como dice Sabina “al lugar donde has sido feliz, no debieras tartar de volver”.

Hoy brindo por ustedes: Fifi, Anacely, Awilda, Eugenia, e Ivelisse. Para que siempre tengan aquello que “necesitan”. Ustedes son mi mejor regalo de San Valentín. Desde la distancia las extraño, y sepan que siempre habrá en mi casa, donde quiera que ésta se encuentre, un suelo, un par de oídos, una sonrisa y una copa de vino para ustedes. ¡Salud!


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