martes, 7 de agosto de 2012

Las Tres Veces que fui Rey

Ahora que acabamos de celebrar los veinticinco años de la promoción del colegio, me encontré con muchas caras de mi pasado, un poco más arrugadas y canosas, pero siempre trayéndome los gratos recuerdos de una época pasada y feliz. Muchos cuentos, los de siempre, salen a relucir, y nos volvemos a reír de las mismas ocurrencias de aquel entonces. Sin embargo, hay algunos recuerdos de mi época estudiantil que no le pertenecen a nadie más que a mí, y a raíz de este encuentro me han llegado a la cabeza algunos de ellos que hoy quiero compartir.

El Rey de la Pista

Era el año 1980, yo tenía diez años pero lo recuerdo como si fuera ayer. Estábamos en sexto curso, bajo la temible batuta de la Señorita Antonia, conocida entre los niños como “La Jamona”. Para sobrevivir ese año había que tener excelencia académica y una disciplina rígida, cualidades que la hermosa Guadalupe Martínez Arenas, de piel tostada y sonrisa impecable, había traído desde su México natal. No solo era brillante y disciplinada, sino que también era preciosa y gozaba de gran popularidad, sobre todo entre los varones, que suspiramos aquel febrero al verla disfrazada de hawaiana y bailar limbo con una gracia inolvidable.

Guadalupe cumplía años, y ese día llegó a clases con un paquete de invitaciones, algunas diez o quince. Yo la veía acercarse a cada persona repartiendo las invitaciones, y veía cómo le iban quedando cada vez menos, hasta que de repente se acercó a mí y me dio el tan esperado sobre acompañado del flashazo de su sonrisa. Esa tarde me bañé y me cambié temprano, cuando mi papá llegara del trabajo me iba a llevar a casa de mi amiga. Yo no pensaba en otra cosa, toda la tarde me imaginaba aquella niña tan linda con su cola de caballo y su dentadura perfecta.

Al llegar a la fiestecita, me refugié en la galería de su casa con otros chicos, haciendo mía la definición de la palabra pariguayo (anglicismo dominicanizado por “party watcher”). Ella ponía un LP tras otro en el tocadiscos, y yo la veía desde la ventana bailar con desenvoltura y garbo. Cuando cambió el LP puso el soundtrack de Xanadú, la película del momento. De repente se me perdió de vista y en eso siento que me tocan por detrás. Era ella, con su sonrisa deslumbrante, diciéndome que quería bailar conmigo.

Yo solo había bailado con mis hermanas en la sala de mi casa, así que no sabía qué hacer. Ella me tomó de la mano y me llevó a la sala. Sonaba la canción “I’m Alive”, que ahora sé que dura 3 minutos y 44 segundos, y que a mí me parecieron una eternidad, y a la vez un segundo. Me sentía el niño más afortunado del planeta, y bailé con ganas, todo yo, el rey de la pista. Y luego, por alguna razón que no entendí entonces, se me quitaron el apetito y el sueño por varios días. Bailar con Guadalupe aquella canción no solo catapultó mi autoestima (he seguido bailando hasta hoy creyéndome el mejor bailarín), sino que me dio un bello recuerdo que perdura treinta y dos años más tarde.

El Rey del Escenario

En 1983 se me presentó por pura casualidad la oportunidad de demostrar mis dotes histriónicas ante todo el colegio. Yo entré al salón de actos buscando la reunión equivocada, y Juan Ramón Mejía, ex alumno del colegio, estaba dirigiendo una obra de teatro con un grupo de mi curso, para presentarse en la semana cultural de ese año. Me quedé un rato viendo el ensayo y él me preguntó si yo quería actuar. Por supuesto que accedí. Me dijo que mi papel era el más importante, que sin mí no habría obra, y en efecto, eso fue lo que le dije a toda mi familia, que me fue a ver al Politécnico la semana siguiente (creo que hasta mis abuelos fueron). 

Para mí, que había estado en cuanta poesía coreada y velada infantil se pudiera estar, aquello de presentarse en público no era nada nuevo, pero... ¡El papel estelar! Aquello era un gran reto, y me lo tomé muy en serio. Llegó el tan esperado momento, y tras una breve introducción musical, se inició la obra cuando, muy seguro de mí mismo, entré al escenario, vestido de estudiante y mochila en mano. Me paré en el centro y exclamé la muy ensayada frase “¡Aaaaaaah, qué sueño tengo!” y me eché a dormir. La obra, que se llamaba nada más y nada menos que “Sueño de un estudiante” o algo parecido, trataba sobre todo lo que yo soñaba, y mientras yo estaba tirado en el suelo haciendo un magistral papel de dormido, entraban y salían actores con diálogos y coreografías. Nunca nadie durmió en una obra de teatro con tanta seguridad y de una manera tan convincente, pensaba yo. Un buen rato más tarde yo me despertaba diciendo: “¡Oh, todo fue un sueño!”, y allí terminaba la obra. Aplausos de pie, que yo me los tomé para mí, el rey del escenario, y muchas felicitaciones por mi papel estelar. Tal como dije, sin mí no había obra.

El Rey de la Cancha

Un año más tarde, en el 1984, tenía yo catorce años, mucho más pelo y muchas menos libras. De hecho, era flaco y algo desgarbado. El deporte y yo no nos levábamos muy bien (situación que perdura hasta el día de hoy), sin embargo había que elegir una electiva de deporte, y yo ese año me decidí a apostar por el baloncesto. Pensaba que era lo normal, de hecho, la mayoría de mis amigos lo practicaban exitosamente.
Por más que mi amigo José Daniel se empeñó en darme tutorías de basket, mi falta de coordinación era impresionante, cosa que no pasó desapercibida a los ojos del entrenador Oscar, a quien yo veo hoy como el ejemplo del anti-coach. El tipo me dijo el primer día de clases “usted no da para esto, búsquese otra clase”, pero tenía que esperar todo un año para cambiar a otra tortura deportiva. Cada miércoles yo le rezaba a San Isidro labrador, (“pon el agua y quita el sol”), para que lloviera y no tuviera yo que ir a la clase de baloncesto, pero era en vano.

Llegó el momento de los juegos intramuros, y a mí me tocó el equipo amarillo. Calenté la banca durante la mayor parte del partido, hasta que llegó el director de deportes, Rómulo, y le dijo al entrenador Oscar que las reglas decían que todos los miembros del equipo debían estar en la cancha al menos una vez. Por más que renegó, tuvo que acceder, y me dijo esdtas inolvidables y motivadoras palabras: “te voy a meter a la cancha, tú solo corre de un lado para otro y no te atrevas a tocar la pelota, que te mato.”

Fue así como entré al juego quedando pocos minutos para que se acabara, y llevando la ventaja el equipo contrario por un par de puntos. Efectivamente corría de un lado para el otro, y bien que lo hacía. Pero resulta que en una de esas, corrí hasta la cancha donde mi equipo encestaba y me encontraba solo debajo del canasto. En ese momento Ricci, la estrella de mi equipo, se ve acorralado y no puede más que hacer un pase. ¿Y a quién decide darle el pase? Nada menos que a mí, por pura lógica, ya que me encuentro solo debajo del canasto. Incrédulo, veo en cámara lenta como la pelota llega a mis manos y el mundo se detiene, llega el silencio, estoy solo en el universo, nadie existe. Y que pico la pelota una, dos veces, y fijo mi mirada en el canasto, ¡Y encesto! No lo podía creer, yo era el rey de la cancha, y de repente aplausos y gritos de euforia de mi equipo, y de una gran cantidad de gente que observaba la escena. El sonido del maldito silbato de Oscar rompe el hechizo, pide tiempo y me saca de la cancha echándome maldiciones en vez de felicitarme. Veo el marcador, estamos empatados (gracias a mí), y aunque perdimos el partido, yo me fui a mi casa sintiéndome la vaina más grande del mundo.

Ha llovido bastante desde entonces. Guadalupe falleció en el terremoto de México del 1985, el director deportivo Rómulo falleció hace algunos años ya. No han fallecido, sin embargo, mis esfuerzos por mantener la autoestima a flote a pesar de los pesares. Aún creo que puedo ser el rey de la pista, que puedo ser un milagro en alguna cancha, que puedo ser un gran actor.
No ha fallecido tampoco mi memoria. Soy el rey de los recuerdos, el rey de los sueños de un pasado inocente y feliz, y quizás en un futuro saque de mi mente las cosas que me pasan hoy y que me grabo para contármelas a mí mismo algún día, sin poderme dar palmaditas en la espalda, pero diciéndome a mí mismo: “Tú puedes”.

En estas tierras remotas, “no tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey.”

5 comentarios:

Krismelys dijo...

Simón, puedes tomar el trono de 'Rey de Contar Cuentos'.

Desiree dijo...

Debes con dignidad soportar la vida,
tan sólo lo mezquino la hace pequeña;
los mendigos te podrán llamar hermano,
y tú puedes sin embargo ser un rey.

Aunque el divino silencio de tu frente
no lo interrumpa dorada diadema,
los niños se inclinarán en tu presencia,
los entusiastas te mirarán atónitos.

A ti los días de rutilante sol
te hilarán rica púrpura y blanco armiño,
y, con pesares y dichas en sus manos,
de rodillas ante ti estarán las noches.

Canción Regia
Rainer María Rilke
Coronado Sueño (1896)

Krismelys dijo...

Estamos en septiembre y ya te voy extrañando... Dónde estás?

Reny Medina dijo...

Definitavamente hermano que Dios te a premiado con el talento de escribir y narrar historias, me atrevo a decir sin temor a equivocarme que esta historia me envolvio desde el principio y me identifico mucho con tu historia, sigue asi hermano, que ese libro que vas a escribir lo estare esperando con ansias

Un abrazo!!

Gina Carlo dijo...

Tan bella Guadalupe, la recuerdo perfectamente... y a Romulo tambien.

Hoy me hiciste recordar aquellos felices tiempos..