sábado, 27 de septiembre de 2008

En el Cementerio

Mini-Teorema para consolarse en el dolor: El amor no muere nunca
Demostración:
(1) "El amor es energía que lo abarca todo", según Brian Weiss, a quien nunca he leído ni pienso leer (pero una búsqueda en la web me arrojó que él había escrito eso, y yo lo creo).
(2) Un clásico enunciado de la física newtoniana (ley de la conservación de la energía) que aprendimos todos en la escuela dice que "La energía no puede crearse ni destruirse, sólo se puede cambiar de una forma a otra"
Conclusión:
Por (1) y (2) obtenemos que:
El amor no puede crearse ni destruirse, sólo puede cambiar de una forma a otra.
L.Q.Q.D.

Siendo esto así, y sabiendo que el amor viene de Dios, quiero pensar que todo lo que uno invierte en pos del amor no muere, sino que de alguna manera vuelve a El y El lo devuelve transformado en otra forma de amor, probablemente más puro. De otra manera, los heridos de amor tirarían la toalla y dejarían esta vaina para dedicarse a algo más productivo.

Este simple pensamiento me dio fuerzas, y quería compartirlo. Y como estoy en etapa poética, y hay que aguantarme así, publico aquí mis notas del momento en que empecé a pensar sobre ésta y otras cuestiones, en frente del cementerio de los jesuitas en Manresa. (La verdad es que cuando uno tiene la mente puesta en una cosa, la ve donde quiera, en este caso hasta en un cementerio).

Treinta y dos cruces pequeñas
plantadas sobre la tierra
y lucen como si hubieran
brotado realmente de ella,
me dicen, más bien me gritan
que el tiempo es corto aquí afuera.

En cada cruz hay un nombre,
y cada nombre recuerda
la vida y obra de alguien
que ya no está en esta tierra.
Una que otra cruz exhibe
un jarrón de flores frescas.
Otras se ven solitarias.
Esas, acaso más viejas,
lucen como si hace tiempo
visitas no recibieran.

Y yo me pregunto entonces
¿Por cuánto tiempo pudiera
ser un nombre recordado
después de que alguien partiera?
¿Acaso algo de nosotros
logrará pasar la prueba
del tiempo, que todo borra
hasta del amor su huella?
¿Qué cosas de las que hacemos
con tanta pasión y entrega
en el corazón del otro
llegarán a ser perpetuas?
¿Y quién irá a recordarnos?
¿Acaso habrá flores frescas
en la cruz del cementerio
del amor que una vez fuera?

Suspiro y vuelvo al presente:
Treinta y dos cruces pequeñas
encima del camposanto
me miran desde la tierra
En cada cruz hay un nombre,
escrito en pintura negra
y debajo de ese nombre
separadas hay dos fechas
por un guión tan pequeño
que es casi una incongruencia,
como si en esa rayita
abarcar se pretendiera
todo lo que en esta vida
a esa persona ocurriera.
En el guión se reducen
esperanzas y quimeras
amores, gratas memorias,
proyectos, planes, ideas,
y todo lo que acumula
el alma en esta existencia.

Una diminuta raya
que en su pequeñez revela
lo frágil y transitoria
que puede ser la existencia.
En ella también se guardan,
en un centímetro apenas,
los tropiezos, las caídas
y las heridas de guerra,
los fracasos, desaciertos,
miedos, errores, tristezas,
y todas aquellas faltas
que esa persona tuviera.

Y yo vuelvo a preguntarme:
¿Dónde se va, dónde queda
lo que uno le entrega al otro,
lo que el otro a uno le entrega?
¿Se olvidan las cosas malas
y permanecen las buenas?
¿Subsisten los sentimientos
y se olvidan las ofensas?
¿Dónde se van tantas cosas?
Lo vivido, ¿Dónde queda?
¿Y los amores que mueren
de súbito y a la fuerza,
quedan en un limbo eterno
como las almas en pena?
Si se entierran las personas,
¿el amor, dónde se entierra?

Detrás de este cementerio
donde ya no crece hierba
sólo se ve el horizonte,
y el mar que nunca se aquieta,
el mar repleto de vida
y también de cosas muertas
siempre igual, siempre distinto,
el mar que no se sosiega.
No lo entiendo, no es posible,
no me cabe en la cabeza:
Cómo existe tanta vida,
tanto amor, tanta belleza,
sepultados bajo el agua
y en el fondo de la tierra;
cómo existe tanta muerte,
tanto dolor, tanta pena.
sepultados bajo el agua
y en el fondo de la tierra

Tanta vida, tanta muerte.
Lo mismo ocurre allá afuera,
alrededor de nosotros,
como librando una guerra.
Tanta vida, tanta muerte,
dentro de nuestra existencia,
en cosas que cada día
nos matan y nos renuevan.
Tanta vida, tanta muerte,
como en una gran orquesta,
en el interior de alguien
que el corazón eligiera
para ser su acompañante,
como la persona cierta
con quien compartir la vida
hasta que la muerte venga.

Al fondo del cementerio
hay una cruz grande y recia,
al centro, como cubriendo
a las otras más pequeñas,
como quien acoge al otro
con las manos siempre abiertas,
como un faro que ilumina,
como un amigo que espera,
como un punto de partida,
y a la vez como una meta.
Por ella tiene sentido
todo el dolor de esta tierra,
por ella las otras cruces
adquieren su fortaleza.
A sus pies yo deposito
todo lo que ahora me aqueja
y me levanto triunfante
sabiendo que por su fuerza
la vida sigue viviendo
y la muerte ya está muerta.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Contemplación de la Piedra

Sí, lo sé, se supone que el tiempo de contemplación que viví haya servido para acercarme a Dios. El resultado está claramente influenciado por una situación que me mantenía la mente y el corazón nublados. Pero uno no debería aislarse de la realidad para escuchar Su voz, sino por el contrario, tratar de verlo y encontrarlo a través de las situaciones que nos ocurren, de las alegrías y las penas que nos ocupan a diario.

Precisamente eso fue lo que me ocurrió. Y la claridad de pensamiento que me fue regalada vino acompañada de lágrimas y finalmente de paz (creo que lo contrario de la tristeza no es la alegría, sino la paz).

Poco a poco voy entendiendo que todos estamos de paso en esta vida en un lento y largo aprendizaje sobre el amor. Y que la mayoría de las veces nuestras desolaciones vienen porque no pasamos un examen o no entendimos una clase. Pero las clases siguen, sólo que cambian los temas, o acaso los profesores. Y los alumnos seguimos cometiendo errores en nombre del amor.

La pregunta sería entonces, ¿Cómo saber si estoy aprendiendo a amar de verdad? La respuesta es sencilla, pero muy fuerte: Aprende a amar como El dueño de esta escuela de la vida. O sea...
El quiere siempre lo mejor para mí, pero a la vez me da la libertad para que sea yo mismo quien lo procure. Sabe que lo necesito, pero a la vez quiere que yo crezca, y me ayuda si se lo pido. En todo momento me ama, sin importarle mis imperfecciones ni mis errores. Y si me alejo de El, cuando regreso me sigue amando sin reproches ni exigencias. Sólo amor.

Por eso El quiere que crezcamos hacia adentro y que purifiquemos nuestra intención, para que podamos ver el reflejo de Su amor (ágape) en el rostro de un amigo o familiar (philos) o en el rostro de una persona en específico (eros). Siempre recordando que son reflejos, nunca la fuente original del amor.

¿Las dudas sobre esta clase que estoy tomando? Van desapareciendo poco a poco. ¿Mi nota en el examen? Sólo puedo decir que me guayé, y que aún me estoy sobando, porque duele. Pero es un dolor acompañado, y que adquiere sentido cuando se vive al lado del Matatán, ese que me está tendiendo Su mano para salir del atolladero...

Contemplación de la Piedra

No puedo cambiar la piedra,
seguirá siendo una piedra
de superficie rugosa
y de aristas imperfectas,
con un interior tan duro
como dura es su apariencia.

Sólo el paso de los años
con el viento y la marea
podrá lograr que se alise,
que se rompa o que se mueva,
pero quizás para entonces
no estaré yo para verla,
o simplemente en mi vida
existirán otras piedras.

No puedo entender la piedra
ni su corazón de piedra,
ni puedo hacerme de piedra
para entender a la piedra,
ni apartarla de su mundo
para dejar de ser piedra.

Sólo tengo que aceptarla
y asumirla como piedra:
dura, firme, seca, inmóvil,
igual que las otras piedras;
sin ver en ella un tropiezo,
ni utilidad, ni herramienta,
ni ornamento, ni tesoro,
ni una pared en potencia,
ni vestigios de montaña.
Es solamente una piedra.

No puedo cambiar la piedra.
No puedo entender la piedra.
Tan sólo debo aceptarla,
tan sólo puedo quererla.
Y tal vez así yo logre
desprenderme de la piedra,
de todos los sentimientos
que me produce la piedra,
de mi sueño, de mi idea
y mi concepto de piedra,
de pensar que acaso es mía
o que debo protegerla,
o esperar a que algún día
se convertirá en arena.

No puedo cambiar la piedra
ni puedo entender la piedra,
pero puedo amar la piedra
a pesar de que sea piedra,
o tal vez precisamente
debido a que es una piedra.

Así sabré finalmente
porque estoy ante esta piedra
y la veo tan fijamente
hasta que dejo de verla.
Entonces cierro los ojos
para que su imagen vuelva,
Los aprieto firmemente;
cuando los abro de vuelta
me doy cuenta de repente
que estoy dentro de la piedra.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Contemplación de la Nube

Meditando el Salmo 8 y el Principio y Fundamento de San Ignacio, entendí finalmente dónde estaba yo parado: Justo en el medio entre Dios y la creación que El hizo para mí. Me tomo el atrevimiento de parafrasear un extracto: "Las cosas son creadas para que le ayuden al hombre. De donde se sigue que el hombre ha de usar de ellas en cuanto le ayuden a su fin. Y ha de quitarse de ellas cuanto para el fin le impidan... Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas."

Y entonces empecé a ver claramente que, como todo aquel que ha experimentado una pérdida, estaba yo siendo preso de las cosas que en principio fueron puestas ahí para mí. Me estaba quedando en los objetos, refugiándome en ellos, y perdiendo la esencia. Y ya yo no era dueño de la flor, de la música, de la foto, de la botella de vino... en vez de pertenecerme, yo les pertenecía. Tenían dominio dobre mí, decidían la suerte de mi día sólo con aparecerse en el lugar y la hora correctas como para que yo me quedara allí colgado con ellas. Y no es verdad, porque yo estoy por encima de todo eso. Y por debajo de Dios.

Por eso, casi a manera de exorcismo, escribí estos versos destinados, como dice Serrat: "A ninguna parte, a ningún buzón". Ojalá que sirvan para aquellos de ustedes que se han quedado "enchivados", patinando en el recuerdo de las cosas y en vez de verlas con alegría, las ven todavía con añoranza (ignorancia). Este es el primer paso en la cicatrización de las heridas de aquellos que han visto partir a un ser querido.

Contemplación de la Nube

Hoy me he puesto a ver las nubes
como hacíamos tú y yo juntos
frente al lago, bajo el cielo, entre el verde y el azul.
(“Cirros, cúmulos, estratos,
no se olviden de los nimbos y demás combinaciones”
,
les explicaste a tus niños
mucho antes de que existieran nuestras sesiones de nubes).

No lo hice por masoquismo
ni para poder hallarte en sus formas y colores.
Lo hice porque quise hacerlo,
porque sentí que podía,
porque siempre existen nubes para poder contemplarlas,
porque no son nuestras nubes, ni tus nubes, ni mis nubes.

Al hacerlo me di cuenta
de que no estás en la nube
ni en mi percepción de nube
ni en mi recuerdo de nube.
Y descubrí que tampoco estás en todas las cosas
como hasta ayer yo pensaba.
No estás dentro de las fotos, ni en las cartas y canciones,
ni en el café matutino, ni en el jarrón con las flores,
ni en los aromas que guardo y repaso en mi memoria.

Todos ellos, como nubes, van cambiando poco a poco,
se mueven hacia otro cielo o se convierten en lluvia.
Son sólo la utilería para recrear una escena;
tú y yo somos los actores al final del primer acto.

Tú no estás en esas cosas que envejecen y se dañan.
Donde estás y estarás siempre
es en el centro del alma, del lado izquierdo del pecho,
donde plantaste tu tienda.

Allí no se oyen canciones, allí no llegan las cartas,
no hay aromas ni colores, ni flores que se marchitan,
ni café por las mañanas.

Allí sólo hay la certeza de una verdad revelada:
Un amor que no es de nube,
no se mueve ni se marcha,
porque no es amor humano,
es una llama sagrada que nunca podrá extinguirse.

Es allí donde tú habitas,
pero tampoco es tu espacio,
ese espacio tiene Dueño.
Tú y yo somos sólo leños
en este fuego bendito
que Dios ha puesto en mi alma.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Los Gritos del Silencio

Hace años, cuando era un imberbe que no sabía nada de la vida (como si ahora supera algo, vaya), los Hermanos de La Salle solían hacer retiros que incluían media hora de "desierto", invitando a un lugar de silencio y soledad para escuchar la voz de Dios. Aquella media hora me parecía un siglo, un desperdicio, sobre todo para una gente tan parlanchina y extrovertida como yo. Cabalmente cumplía con mi ejercicio, pero no creo que le sacara mayor provecho.

Ya de adulto opté por refugiarme en varias ocasiones en el Monasterio de los Monjes Cistercienses de Jarabacoa, pero aquello más era un descanso, un spa espiritual, sazonado por los cánticos de los monjes y su misticisimo. Fui sin ninguna necesidad, sin ninguna expectativa, y salí descansado, satisfecho y en paz, tanto que pienso volver por cuarta vez este año.

Sin embargo, este fin de semana fui invitado a un retiro de silencio, iniciación a los ejercicios espirituales de San Ignacio. Muy malo el timing, pensé yo, pues hay demasiadas cosas en mi cabeza y en mi corazón como para meterme en un retiro de silencio. Las últimas dos semanas he estado experimentando un dolor sin precedentes, una soledad desconocida, y me la he pasado en una montaña rusa emocional plagada de las emociones más variopintas: Tristeza, angustia, rabia, ansiedad, desilusión y otros sentimientos negativos. Me recetaron pastillas pero me negué a tomarlas, pensé que serían como los esteroides para los atletas, que les dan una fuerza aparente pero irreal.

Y hablando de atletas, me llamaba mucho la atención esto de los ejercicios ignacianos, pues una vez estuve en un grupo relacionado con ello y que lamentablemente tuve que abandonar por los afanes de la vida diaria. Para que un buen programa de ejercicios (físicos o espirituales) sea efectivo requiere práctica constante, buena alimentación, disciplina y en muchos casos un entrenador personal. Pero sobre todo requieren disposición, voluntad. Y de eso yo no he tenido mucho últimamente.

Pensé en irme a Santiago, allí me esperaba una oferta atractiva para ahogar mis penas en alcohol, nicotina, cafeína, música alta y otros pequeños diablitos que ayudan a la evasión. Y el día antes llamé al Padre Franchy, y le conté lo que me pasaba. Franchy, con su calma acostumbrada, me dijo que precisamente, si yo estaba como estaba, era presa fácil del "mal espíritu", que le diera una oportunidad al Espíritu de Dios a ver si podía hacer algo diferente en mí. En otros tiempos me hubiera reído de sus palabras, pero después de todo tenía razón, la idea del bien y el mal luchando dentro de una persona es tan antigua como la historia misma, y tan reciente como la tesis planteada en la última película de Batman. Y decidí que me iba a dar un chance. O que se lo iba a dar a Dios, con quien había tenido durante varios días unas conversaciones medio extrañas.

Me aparecí el viernes en Manresa Loyola con más miedo que vergüenza. Inmediatamente solicité ver a la persona que dirigía el retiro y me tranqué con ella en una oficina. "Mire, Clara, yo no debería estar aquí", le dije con voz firme. Con una dulce mirada y una voz tierna me preguntó por qué. Y yo le dije: "Porque..." y me eché a llorar ante aquella desconocida, sin saber por qué, y le confesé que tenía mucho miedo de la soledad. Clara me aceptó mi negociación de que me quedaría solamente esa noche y que decidiría en la mañana lo que iba a hacer. Esa bribona sabía muy bien lo que realmente ocurriría, sobre todo porque escribió en un papel que nos entregó antes de iniciar: "Vienes quizás como llegó San Ignacio a su casa después de la derrota de Pamplona: Herido y enfermo". Ahí me agarró.

Para hacer el asunto aún más extremo, en una casa de retiro para aproximadamente 100 personas, sólo habíamos cinco, contando a la guía. Una amiga de una amiga, con quien cada vez que me junto empezamos "tililá-tililá", una señora muy formal y muy buena que empezaba todas las frases diciendo "Por el poder de Dios" (hay que imaginarse aquello, "Por el poder de Dios me voy a ir a acostar", too much!), y una joven calladita de quien no conocí mucho. Tres de ellas eran educadoras, lo cual me llamó poderosamente la atención debido a los pensamientos que he ido desarrollando al respecto en los derroteros de mi mente en los últimos tiempos.
En fin, aquel lugar inmenso solo para nosotros cinco, con unos jardines hermosos frente al mar, me parecía una cárcel, y el fin de semana una penitencia por los errores cometidos. Este domingo en la tarde se me hacía muy lejano hace 48 horas.

La metodología era tal que sólo teníamos media hora de orientación en grupo, dividida en dos sesiones, y media hora de acompañamiento espiritual individual. El resto, incluyendo las comidas, era todo en silencio. Los ejercicios se dividían en dos partes: Una de meditación hasta el sábado en la tarde, y otra de contemplación, hasta el domingo en la tarde. De verdad que mete miedo. Pero por otro lado yo estaba cansado y herido, como decía el papel, e igual podría servirme de descanso aquel experimento.

No voy a entrar en detalle de cómo fue transcurriendo el proceso interno, pero puedo decir que fue doloroso, lento, lleno de lágrimas y desesperación al principio, pero poco a poco se fue transformando en una oportunidad para acallar tanto ruido que no me deja pensar claramente.
Lo primero fue que al leer la lectura del ciego de Jericó (Mc 10, 46-52), entré inmediatamente en un pleito con Dios. "¿Cómo se te ocurre seguir de largo si me ves tirado en el suelo y pidiendo ayuda? ¿Por qué quieres que te grite y que te insista? ¿Por qué me preguntas que qué quiero si lo sabes mejor que yo?" Fui buscando esas respuestas, con rabia y dolor, y las fui hallando, una a una, de una manera hermosa y sutil como sólo El puede hacerlo.

Esa noche, después de pedírselo mucho a Dios en oración, pude dormir ocho horas de corrido por primera vez en quince días, sin pesadillas y sin llanto. Me despertó, de hecho, mi propia risa, no el despertador (una clara prueba de que mi oración había sido escuchada). Durante el día en las sesiones de meditación tuve oportunidad de cambiar mi petición de "¡Señor, escúchame!" a "¡Señor, háblame!", y luego de más silencio y oración el ruego cambió de "¿Señor, qué quieres que haga?" a "¿Señor, qué quieres que sea?". Una evolución lenta, pero segura, hacia el lugar de encuentro con Dios.

Al día siguiente la batalla siguió. Y digo batalla porque cualquiera pensaría que uno en silencio está en paz. A la larga sí, pero no sin antes pasar por toda suerte de obstáculos. No fue un proceso fácil, luché contra mis demonios internos, contra mí mismo, y finalmente me cansé de luchar y me senté, vencido, en un banco frente a un cementerio. Ya para entonces llegó un momento en el que fui capaz de escuchar de dónde venía y a dónde iba el viento, pude distinguir el canto de al menos siete pájaros distintos, pude observar la trayectoria de una hormiga, pude seguir la mutación de una nube. Entonces, al cabo de un rato, el silencio empezó a gritar...

Entendí finalmente que buscar un momento para mí mismo, para mí solo, nunca será saludable, y con razón le tenía miedo, y con razón cada vez que me enfrentaba a esos momentos me auxiliaba del teclado, el control remoto, el IPod, el teléfono, y mil cosas más. Sin embargo, buscar una soledad habitada, un momento de intimidad con Dios, es lo que quiero y debo hacer para salvarme de morir en vida.

"Necesito un Salvador, y no soy yo mismo", decía uno de los breves textos que leí. Y por eso sé que cuando emerja de esta arena movediza, saldré con una fuerza nueva y mayor, que no viene de mí, sino de Otro que puede más, que lo puede todo. Y nadie podrá decir que soy un "self-made man", sino una obra de Dios. Por cierto, entendí que Dios no crea como lo hacemos en la fábrica, de la línea al almacén y de allí al cliente. En su caso somos un producto en proceso en todo momento, estamos siendo creados siempre. Por eso mi certeza de que puedo ser otra persona, una mejor persona, porque no depende sólo de mí.
Con respecto a los ejercicios de contemplación, ya habrá otras entradas en el blog.

Corro el riesgo se sonar a "convertío" al escribir esto (y me vale un cacahuate). Pero después de todo es mi blog, y en él vierto mis sentimientos, mis vivencias, mi sentir, qué carajo. (Y hasta puedo ser malcriado sin que nadie me corrija). No escribo con el ánimo de alardear sobre mi experiencia, sino para recordarme y recordar que el silencio es la patria de los fuertes, que el desierto es el lugar de encuentro con Dios, que cada vez más en esta sociedad y en esta época necesitamos sacar ese tiempo para El, nunca para nosotros solos. Y que donde quiera que me lleve el destino, tengo algo muy claro: Dios no es negociable, Dios no es postergable.

El dolor que me llevé el viernes lo traje conmigo de regreso, porque no fui a buscar soluciones mágicas. Pero esta vez me traje también la esperanza de que no estoy solo, mi Dios me acompaña en en todo momento y no me abandona. Es un Dios original y creativo, que en una ocasión me salvó a través del canto y los abrazos de un grupo de jóvenes locos y en esta ocasión se me hizo el encontradizo en la naturaleza, en el silencio, en mi propio interior. Es un Dios amantísimo al que le duele mi dolor y le alegra mi alegría.

Lo que se me ha revelado y lo que se me va a revelar me va a ayudar a salir adelante. Ya no estoy "sobreviviendo todo", ahora estoy, sobre todo, viviendo.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Temporada de Huracanes

De vez en cuando en nuestro interior empieza la temporada de huracanes. Y aunque pensemos que estamos preparados, y hagamos planes de contingencia, nada nos va a evitar la llegada de un temporal tan fuerte que ponga en peligro la patria del alma.

A veces lo que nos hace más daño es la ansiedad de pensar que se avecina la tormenta, y de que no sabemos con certeza cuándo entrará, cuánto durará y qué tanto daño hará. A veces es falsa alarma, y la espera desespera cuando nos obsesionamos con seguir la trayectoria de lo que nunca llegó, porque el amor de verdad alejó las bajas presiones que alimentan estos monstruos. A veces no es una sola tormenta, sino la suma de pequeñas tormentas a las que no dimos la importancia necesaria como para enfrentarlas y superarlas.

Vamos entonces aguantando las depresiones, tropicales o no, y la tierra del alma se va saturando poco a poco de toda el agua que traen y que corre a sus anchas por los surcos de nuestro rostro. Y viendo lloviendo, por fuera y por dentro, nos encerramos sin poder abrir puertas ni ventanas para sentirnos a salvo.

Y cuando viene finalmente el huracán, que usualmente tiene un nombre propio que se marca en la memoria para siempre, llega con tanta pasión y furia que convierte el agua que antes nos daba vida en lágrimas de muerte, y la brisa que usualmente nos acariciaba el rostro cada día, se transforma en un terrible viento que nos golpea con saña.

La esperanza y la alegría, que tercamente insisten en permanecer viviendo cerca del río de los sentimientos, tienen que ser desalojadas y refugiarse en donde puedan, hasta que la pase el ímpetu del fenómeno. Hay que protegerlas, teniendo especial cuidado con el engañoso corazón del huracán, y con el exagerado huracán del corazón.

Después llegan, en forma de amigos, los organismos de socorro: el comité de emergencias del alma, la defensa civil del espíritu, y sobre todo la cruz, roja o blanca, pero la cruz que nos habla de cómo del dolor puede renacer el amor.

Luego los ríos de la pasión vuelven a sus cauces. Y se reparan daños, y se reconstruyen los puentes rotos, y se limpian los caminos. La esperanza y la alegría, incorregibles y obstinadas, vuelven a ocupar sus viviendas. Y llega la calma, y sale el sol, un nuevo sol que brilla con más poderío en un cielo limpio que promete tiempos mejores.

Y aunque nada ni nadie nos quita que pueda volver otra depresión u otro ciclón, volvemos a tener fe en nosotros mismos, porque crecimos, porque fuimos capaces de sobrevivir y de salir adelante, más fuertes que antes.

De lo que sí tenemos que ocuparnos es de trabajar para detener el calentamiento global interno, porque los tiempos de locura en que vivimos nos hacen actuar egoístamente, sin pensar en el futuro, descuidando el equilibrio del sistema espiritual y malgastando recursos no renovables que tarde o temprano provocan el efecto invernadero en los corazones de los que amamos.

De vez en cuando en nuestro interior empieza la temporada de huracanes, pero es sólo una temporada, porque el alma siempre seguirá amando, cada vez con más peligros, pero cada vez con menos miedo.