Mis primeros recuerdos de Los Montones son lejanos y borrosos, yo tendría cinco años cuando fui la primera vez con toda la familia a bordo del Volkswagen gris a quedarnos de fin de semana en la casa de don Lalo Lirio, aquella casona de madera en lo alto de una colina, rodeada de pinos y montada en unos pilotillos cual palafito moderno. Una casa llena de ruidos del crujir de las tablas

Años después, los Montones tuvieron otro sentido desde que tío Flavio y tía Nuris construyeron su casa, la más linda de todas hasta ahora (según mi criterio subjetivo y sesgado), con aquella maravillosa terraza desde donde se ve desde lo alto y a la distancia, como en un puesto de vigía, todo el movimiento de los alrededores de los que vienen y van. Detrás de la casa existe otra colina empinada que se convertía en todo un reto para los muchachos subir.
En una de esas vacaciones involvidables, tía Nuris nos llevó a su casa, y mal contados éramos quince muchachos entre los 8 y los 15 años: sobrinos, amiguitos, ahijados, etc. Ella no puede ponderar lo maravillosos que fueron esos días, peleándonos por las hamacas, haciéndo turnos para fregar y poner la mesa, preparando veladas por la noche, y saliendo al monte a buscar los palos más originales (me imagino que era su media hora de paz, sin niños alrededor). Una tarde
Con el paso de los años, en plena adolescencia, Los Montones volvieron a ser un punto de encuentro por excelencia, esta vez en la casa de "Luivera", el papá de mi hoy compadre Luima. Allí fuimos con el hermano Agustín, telescopio en mano, o acaso nos quedamos el grupo de amigos de fin de semana (con Lli-Sán y Fernando como "adultos invitados"). En los regresos de los viajes al Pico Duarte, en la Semana Santa, o en los fines de semana largos, doña Chicho y don Luis se convertían en nuestros anfitriones de aquella casita en la que nos metíamos 20 a compartir tres habitaciones y un baño. El aserradero, el vivero, la plantación de café y aquella imponente mata de mango eran el complemento perfecto de la "casita chiquita y bonita". Bajo la mentada mata se jugó demasiado dominó, se bebió demasiado, y se comió bastante gallina. De allí partíamos al río Bao, en la Bombita o en Paso Bajito, a darnos unos baños de antología. De hecho, los primeros años era en el Bajamillo, pero poco a poco vimos desaparecer el riachuelo, impotentes y tristes, cosa que al menos a mí me ha definido como seudo-ambientalista desde entonces.
Hay muchos otros recuerdos y ya se me empiezan a mezclar las fechas en mi mente, ¿Habrá sido en el 93 que me corté la planta del pie en el río? ¿Sería en el 86 cuando fuimos los amigos del colegio por última vez? ¿En qué año se fue Mónica conmigo y cantamos con la guitarra hasta cansarnos? Sé que me fui con los Nova una semana santa completa, pero, ¿de qué año?
Tengo montones de recuerdos de Los Montones. Y todos son buenos. Los que no lo son, es porque son muy buenos. Por eso este sábado santo, aunque manejaba yo y ya no vomitaba como en aquellos viajes de mi niñez, tuve la certeza de que estaba regresando a mí mismo, a lo que soy, a lo que me define. La visita fue más corta y menos significativa que otras veces, pero sentí por dentro la alegría de visitar con mi familia el lugar que elegimos desde hace muchos años como el paraíso donde algún día nos encontraremos todos de nuevo, donde a pesar de los ruidos y de la oscuridad no tendré miedo, porque papi y mami estarán siempre cerca y nada podrá pasarme.
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