domingo, 6 de abril de 2008

Montones de Recuerdos

Este sábado santo me fui con mi familia a Los Montones, a casa de tía Nurys. La visita fue más corta y menos significativa que otras veces, pero obedecía a una vieja tradición de visitar su casa en el día citado, lasagna o pastelón en mano, para sentarnos en su terraza y disfrutar de su compañía y de los recuerdos que nos trae la fresca brisa del lugar que tanto amamos.

Mis primeros recuerdos de Los Montones son lejanos y borrosos, yo tendría cinco años cuando fui la primera vez con toda la familia a bordo del Volkswagen gris a quedarnos de fin de semana en la casa de don Lalo Lirio, aquella casona de madera en lo alto de una colina, rodeada de pinos y montada en unos pilotillos cual palafito moderno. Una casa llena de ruidos del crujir de las tablas y del viento nocturno, que se volvía oscura y tenebrosa por las noches, pero que a mí no me daba miedo, porque claro, papi y mami estaban cerca y nada podría pasarme. Me llega a la memoria el olor de resina y de piñones, el lienzo tejido con aquel ciervo a la entrada de la casa, y los miles de rincones (incluyendo debajo de la casa) donde podíamos jugar libres: todo un bosque para nosotros. Allí establecimos el club Joa, integrado por Joany, la mayor del grupo (la cual sabiamente bautizó con su nombre el "club", Mariela, David, Mónica, Raquel y yo. No recuerdo los objetivos del club, pero para mí era todo parte de un gran juego. Encima de una meseta de cemento jugábamos a "Don Juan de la Casa Blanca" o algo así, y en la terraza escuchábamos a nuestros padres hacer historias que ahora no recuerdo.

Años después, los Montones tuvieron otro sentido desde que tío Flavio y tía Nuris construyeron su casa, la más linda de todas hasta ahora (según mi criterio subjetivo y sesgado), con aquella maravillosa terraza desde donde se ve desde lo alto y a la distancia, como en un puesto de vigía, todo el movimiento de los alrededores de los que vienen y van. Detrás de la casa existe otra colina empinada que se convertía en todo un reto para los muchachos subir.

En una de esas vacaciones involvidables, tía Nuris nos llevó a su casa, y mal contados éramos quince muchachos entre los 8 y los 15 años: sobrinos, amiguitos, ahijados, etc. Ella no puede ponderar lo maravillosos que fueron esos días, peleándonos por las hamacas, haciéndo turnos para fregar y poner la mesa, preparando veladas por la noche, y saliendo al monte a buscar los palos más originales (me imagino que era su media hora de paz, sin niños alrededor). Una tarde lluviosa en la que estábamos aburridos e inquietos, nos sentó a todos como en la cabina de un avión, y nos hizo viajar a París, Roma, Madrid y muchas otras ciudades europeas. Cuando "salíamos" de una ciudad a otra, cerrábamos los ojos, y al llegar nos recibía un taxista imaginario que se llamaba Pierre, Paolo o Gonzalo, según la ciudad, vaya Dios a saber. Sencillamente maravilloso, sencillamente inolvidable.

Con el paso de los años, en plena adolescencia, Los Montones volvieron a ser un punto de encuentro por excelencia, esta vez en la casa de "Luivera", el papá de mi hoy compadre Luima. Allí fuimos con el hermano Agustín, telescopio en mano, o acaso nos quedamos el grupo de amigos de fin de semana (con Lli-Sán y Fernando como "adultos invitados"). En los regresos de los viajes al Pico Duarte, en la Semana Santa, o en los fines de semana largos, doña Chicho y don Luis se convertían en nuestros anfitriones de aquella casita en la que nos metíamos 20 a compartir tres habitaciones y un baño. El aserradero, el vivero, la plantación de café y aquella imponente mata de mango eran el complemento perfecto de la "casita chiquita y bonita". Bajo la mentada mata se jugó demasiado dominó, se bebió demasiado, y se comió bastante gallina. De allí partíamos al río Bao, en la Bombita o en Paso Bajito, a darnos unos baños de antología. De hecho, los primeros años era en el Bajamillo, pero poco a poco vimos desaparecer el riachuelo, impotentes y tristes, cosa que al menos a mí me ha definido como seudo-ambientalista desde entonces.

Debo mencionar en especial mi paseo favorito, a solas, partiendo de la casa de Luivera, cruzando por las matas de café, cruzando alambres de púa y metiéndome por el caminito que llegaba hasta el acueducto. En un lugar casi oculto, donde el camino daba la vuelta, yo descendía a mitad de barranca y me acostaba en la grama, bajo la sombra de un pino, a escuchar el viento y a meditar. Era mi rincón preferido, oculto a la vista de todos, secreto y especial, y aún a veces en mi mente me voy hasta allí y soy feliz y tengo paz. De regreso cruzaba más alambres de púa, subía por detrás del acueducto y llegaba desde atrás a la colina que quedaba detrás de casa de tía Nuris.

Hay muchos otros recuerdos y ya se me empiezan a mezclar las fechas en mi mente, ¿Habrá sido en el 93 que me corté la planta del pie en el río? ¿Sería en el 86 cuando fuimos los amigos del colegio por última vez? ¿En qué año se fue Mónica conmigo y cantamos con la guitarra hasta cansarnos? Sé que me fui con los Nova una semana santa completa, pero, ¿de qué año?

Tengo montones de recuerdos de Los Montones. Y todos son buenos. Los que no lo son, es porque son muy buenos. Por eso este sábado santo, aunque manejaba yo y ya no vomitaba como en aquellos viajes de mi niñez, tuve la certeza de que estaba regresando a mí mismo, a lo que soy, a lo que me define. La visita fue más corta y menos significativa que otras veces, pero sentí por dentro la alegría de visitar con mi familia el lugar que elegimos desde hace muchos años como el paraíso donde algún día nos encontraremos todos de nuevo, donde a pesar de los ruidos y de la oscuridad no tendré miedo, porque papi y mami estarán siempre cerca y nada podrá pasarme.

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