martes, 19 de diciembre de 2006

Mis Arbolitos

Cuando comenté a una amiga que ya había puesto mi arbolito, ella me dijo: “Pero Simón, ¿para qué tanto trabajo si vives solo y en tu casa no hay niños?” Le increpé que precisamente en mi casa vivía un niño inquieto y travieso, que había estado moribundo durante el año en algunas ocasiones y que precisamente en Navidad cobraba nuevas fuerzas y por eso necesitaba mucho del arbolito y las luces de Navidad para ser libre y feliz. Y puse mi arbolito, carajo.

Este año hice trampa, pues el año pasado simplemente lo enfundé con todo y luces y lo guardé hasta este diciembre, cuando lo desempolvé, lo enchufé y... voilá! se encendió la oscura sala con su luz. Invité a cinco amigos, de los cuales solamente Jennifer se dignó a colocarle las bolas azules a mi árbol mientras el resto lo ignoraba olímpicamente. Yo desde el suelo miraba fascinado como la primera vez.

Me acuerdo de los arbolitos de mi niñez. Mi papá, más emocionado por las estampas navideñas de ultramar que por motivos ambientalistas, buscaba un permiso para cortar un pino de verdad. Yo lo acompañaba a Los Montones y a veces hasta ayudaba a determinar cuál sería la "agraciada" conífera que montaríamos en el Peugeot 504, verde como el pino en cuestión. Mientras papi cortaba, yo amontonaba guajaca para usarla como camuflaje en la base. Al llegar a Santiago todo era cuestión de enderezarlo y montarlo bien, para que mami hiciera su parte. Ahora bien, la doña, muy sabiamente, elegía el 30 de noviembre, día de San Andrés, para adornar el árbol. Resulta que ese día la usanza era irse por el vecindario en pandilla a divertirse lanzando huevos, harina y alguna que otra inmundicia inmencionable. El argumento de mami de que necesitaba ayuda era muy convincente, y a veces nos pasábamos todo el día "ayudándola" hasta que quedaba listo.

Yo me sentaba a contemplarlo extasiado, memorizaba el patrón de las luces, contaba las de diferente color, me acercaba a estudiar las escenas de unas bolas de Disney que me encantaban, y aquel nacimiento, maravilloso, que sobrevivió cuatro muchachos inquietos. Tenía un camello al que le faltaba una pata, algunos de los muñecos eran de goma y otros de yeso o algo así, me acuerdo de cada uno como si los estuviera viendo. Mami armaba una cuevita donde colocaba al niño y papi buscaba un huequito donde colocar uno de los bombillitos del árbol para que iluminara la escena. Recuerdo que una navidad de los ochenta tempranos la gata recién parida mudó sus gaticos al pesebre, y allí estaba Jesús, al lado del burro, el buey, y cuatro gaticos. Era genial.

Luego estaba el arbolito de abuela, en cuya casa cenábamos en Nochebuena. Aquel era un árbol más bien menudito, chiquito. Mami era la encargada de montarlo, y para ello buscaba un gran pliego de papel manila fuerte, el cual nos pedía que le estrujáramos (cosa que nos encantaba, por primera vez había luz verde para destruir y dañar). El original resultado era un pueblo, con rocosas montañas (los pliegues), en el cual colocaban las casitas y los personajes, un poco más solemnes que los de mi casa. Lo que nunca fallaba eran las bolas, siempre las mismas, no sé cómo se las apañó abuela con sus siete nietos para que nunca se le rompiera ni se le pelara alguna. Aquellas bolas tenían unas figuras estilizadas, algunas más alargadas y con punta, y a mí me encantaba acercarme a ellas para ver el reflejo de mi cara distorsionada.

Pasó el tiempo y así mismo fui yo pasando por las diferentes Navidades sin reparar mucho en los arbolitos, hasta que me tocó vivir solo. Gracias a una amiga muy querida tomé la decisión, hace ya cuatro años, de adquirir mi propio árbol de Navidad. Ella fue quien eligió las bolas azules y las colocó la primera vez, por eso cuando las vuelvo a poner me sonrío al acordarme de ella.

Ahora llego a casa, y el niño me pide que le encienda el arbolito para sentarse a contemplarlo sin tiempo, para cambiar de lugar las figuritas del nacimiento, y sobre todo para salir a jugar, sentirse libre y nutrirse del dulce recuerdo de aquellas navidades de mi niñez, llenas de inocencia y seguridad, pero sobre todo repletas de felicidad.

Pensándolo bien, creo que voy a poner a San José en la izquierda, al lado de Baltasar...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido Simón.
Tienes una manera muy hermosa de enfrentar LA SOLEDAD, quizás porque nunca estas solo en tu corazón. Para mi, que también vivo en mi apartamento con mis libros y mis ollas, la soledad se abalanza sobre mi con violencia y cada día me recuerda a borbotones las caras de los que no están. La verdad es que este año no puse adornos, no celebro y ya no se ni que sentir. Me arrebata un dolor que no se de donde viene ni a donde me lleva. Creo que es la Navidad mas triste de mi vida. Reza por mi.

Alma Quebrada.

Anónimo dijo...

Creo, que en el silencio de la soledad tambien habla Dios. Y mas que una herramienta sicologica, el arbolito es un susurro de tu alma, tal y como le gusta a PapaDios...
como la de un niño...

Tengo mas de 10 años que no pongo arbolitos en casa, ni celebramos navidad