viernes, 30 de diciembre de 2005

El Año de los Milagros

Agoniza el 2005. No hay quien pueda parar las manecillas del reloj.
Los muy dichosos brindaremos con sidra o champán al final de la cuenta atrás mientras nos abrazamos al son de las explosiones de los fuegos artificiales. Los supersticiosos tendrán calzones rojos, comerán doce uvas, prenderán incienso, rociarán agua bendita y barrerán para afuera. Y despediremos el año como una vaina mala, el "viejo año", que si el que viene será mejor, que si nos va a traer lo que anhelamos, etcétera.

Ya hubo quien me dijo: "Por fin se acaba este año" Y sin embargo yo pienso que este 2005 ha sido un gran año. De hecho, ha sido uno de los mejores años de mi vida en cuanto a crecimiento y aprendizaje se refiere. Es más, yo diría que ha sido un año lleno de milagros.

No me quiero referir a los pequeños milagros de cada día, regalos de vida y de esperanza para cargar las pilas: el nacimiento de una nueva amistad, la vista del sol que se lo traga el mar, la planta de mi ventana que sobrevivió y floreció, la sonrisa de la bebé que está aprendiendo a moverse, el frenazo a tiempo...

No quiero tampoco enfocarme en la tanda de milagros inolvidables que pude presenciar en mayo después del retiro: pude ver a alguien comulgar de nuevo después de 20 años, a otra persona reconciliarse con su familia, otra perdonar a su mamá, otro pedirle perdón a su esposa, alguién más decidiendo dejar de hacer sufrir a otros, etc.

Tampoco quiero hacer alusión a los milagros especiales que nos llenan de gratitud y alegría, como el niño que dejó de ser el problema del curso para convertirse en el mejor de la clase, como el trabajo soñado y pedido en oración que llegó justo cuando se necesitaba, como el embarazo tan deseado que llegó a los 40, y el que no fue deseado y llegó a los 14.

Quiero, sin embargo, hacer referencia a los mayores milagros de este año, aquellos que viví de cerca, que me tocaron y de alguna manera cambiaron mi manera de ser y de ver la vida:

1. El Balazo de don Simón
El 11 de febrero abrió la puerta de su casa a las 8 de la mañana y no le dio tiempo de volver a cerrarla antes de que el rifle calibre 10 le disparara a quemarropa un tiro que se alojó en su pulmón derecho, abriéndose para dejar salir cientos de perdigones. Con 68 años, tres operaciones, tremendo historial de hipertensión y una vida sedentaria, un cuerpo que pierde casi cinco pintas de sangre no podría resistir ni siquiera el viaje a la clínica. Diez meses después mi papá, el sobreviviente, goza de una salud excelente y ha recuperado la movilidad de su brazo lesionado y las funciones de su pulmón afectado en un 100%. Es difícil de explicar, pero fácil de creer cuando se ha puesto en marcha una inmensa cadena de oración como la de aquella vez.

2. El Tumor de Emigdio
Al día siguiente de la operación que le salvó la vida a mi papá, hubo otra operación en Santo Domingo para tratar de salvar a Emigdio. Dicen que duró como once horas y que lograron extirparle de la frente un tumor como un puño cerrado. Hacía tiempo que él, mi ex-jefe y actual amigo, había dejado de tener la agilidad y la coherencia que le caracterizaban, y ya se estaba hundiendo en un raro letargo. El tumor había crecido en silencio y la extirpación era urgente. Pudieron sacarlo entero, sin ramificaciones. No hubo daño a ningún nervio. La biopsia fue negativa. La recuperación, exitosa. Su espíritu está hoy más firme que nunca.

3. El derrame de Sergio
32 años, condiciones físicas envidiables, ejercicio diario, cero vicios y una dieta saludable son poco para describir a mi amigo Sergio, el tucumano. Y sin embargo, un día de febrero cayó al suelo víctima de un derrame cerebral y ya no se pudo parar por un buen tiempo, ni coordinar palabras, ni siquiera coordinar ideas. Se lo llevaron de vuelta a Argentina y de allí regresó ocho meses después por su propio pie. Sergio se sigue recuperando lentamente, y aunque es cierto que todavía no tiene la agilidad o la destreza que lo caracterizaban (pero no lo definían), sigue mejorando contra cualquier pronóstico. El proceso continúa, pero sé que el milagro se cerrará pronto, cuando caiga de nuevo al suelo, esta vez de rodillas, a dar gracias a la vida que le ha dado tanto.

4. Los balazos de Luis Carlos
Una noche de agosto una banda de ladrones trató de despojar a mi joven amigo de 20 años del vehículo que manejaba. En el frente de su casa le dispararon. Un tiro le rozó la médula, otro le impactó la traquea, y entre una cosa y la otra quedó en cama, sin poder moverse ni hablar, sin poder siquiera respirar por sí solo. Cuatro meses más tarde, Luis Carlos se para solo y se mueve bastante, empieza a dar pasitos y respira, habla y se mueve bastante. Y sobre todo, sonríe confiado en que va a volver a llevar una vida sana y no tendrá miedo ya más.

Y así, ya casi acabando el año, me tocó ver, aunque no tan de cerca, cómo Evelin, Pucho y Rosario lograron salir de sus respectivas crisis y volver a la vida sanos, salvos y sonrientes. Y si sigo recordando veré que la lista se amplía sólo con hacer un ejercicio bien hecho de gratitud, que es para mí la memoria del corazón.

¿Cómo puedo entonces despedirme de este maravilloso año sin arrodillarme y dar gracias a Dios? ¿Cómo, si escuchó y respondió a nuestros llamados de un modo tan cierto y tan impactante?
Que no se me olvide, que no se nos olvide, que nuestro papel de testigos debe ser desempeñado con la alegría y el optimismo de que veremos milagros más grandes como parte de Su gran obra.

Que no hay años malos ni buenos, no hombre no, que somos nosotros los que vivimos esos años los que hacemos que la balanza se incline a un lado o a otro.
Gracias, dosmilcinco, porque aunque empecé en otra casa, en otra ciudad, con otros amigos y con muchas dudas, acabo convencido de que viniste para dejarme tus regalos y tus lecciones de cada día, a veces sutiles y a veces impactantes, pero siempre lecciones de vida.
Bienvenido, dosmilseis, y a ver cómo le vas a hacer porque tienes un gran compromiso...

martes, 27 de diciembre de 2005

>> Back to the Future <<

Como al Marty McFly de la película, me fueron concedidos el privilegio y la dicha de viajar al pasado y visitarme a mí mismo y verme desde afuera como era yo hace años, para luego regresar al presente y ver como anda todo, y entonces acabar con un viaje al futuro y verme a mí mismo dentro de unos años.
Como McFly es de ficción, soy entonces yo el dichoso que lo ha logrado, y estoy aquí para contar la historia y aprender de ella.

Todo cocurrió hace dos semanas, el 14 de diciembre. Me subí a un avión y al aterrizar desperté en Phoenix. Como de costumbre, mis amigos José y Fernanda, alias "papá y mamá", alias los "Fuas" me pasaron a buscar. Fui con ellos a visitar a mi amiga Marcela, la cual me dio el conocido abrazo, el mismo de la primera vez. Me senté en el mismo sofá, hablamos de los mismos temas, nos reímos de los mismos chistes, preguntamos por la misma gente. José y yo nos hicimos las bromas habituales y tuvimos las mismas discusiones de hermanos.
Me encontré de nuevo con el tranquilo Monito Jorge y con Mohab "el mojadito ", era increíble ver cómo se parecían tanto y tan poco a la vez. Me encontré con Irma que buscaba desenredarse de su propia agenda para atenderme y con doña Tere que como siempre reparaba botones, ruedos y corazones rotos y que me brindaba de su mítico flan. Volví a conocer a Lucy y a Inés, y volvieron a encantarme como la primera vez.

Volví a transitar por las mismas calles, comí en los mismos lugares, el mismo menú (las alitas en el "Native", la cerveza en el "Casey Moore's"...). Luego me fui a la universidad y volví a la biblioteca y a la oficina del temible Dr. Elliott, volví a pedir tutoría con Dr. Cochran y al salir caminé por las callecitas entre los edificios, como si nunca me hubiera ido. Finalmente me ví a mí mismo con unas gafas enormes, un horrible bigote y un intento de candado (bastante pariguayo, por cierto), estaba en bermudas y tenis montado en mi bicicleta negra, la mochila a la espalda y una cara de despreocupación que me dio envidia.

Al despertar al día siguiente había regresado al presente. La universidad y la ciudad ahora son completamente nuevas, ya hay hasta embotellamiento, y la cañada seca que bordeaba el pueblo de Tempe es ahora un lago navegable. Una nueva Marcela de pelo largo está recibiendo su título de doctorado, José y Fer tienen dos hijos y medio, el Monito es doctor y vive en NJ, Mohab e Irma se casaron, se divorciaron y tienen una hija, Charlie es un señor mayor, Doña Tere usa bastón, el temible Dr. Elliott es un amable viejito retirado y yo soy un tipo sin pelo, sin bigote, sin tenis, sin doctorado, sin divorcio y sin hijos. Sí tengo una sonrisa nueva en la cara, mucho más paz adentro, estoy finalmente reconciliado conmigo mismo y mi pasado y tengo muchos sueños aún sin realizar.

Me monté de nuevo en en un avión y al aterrizar desperté en el futuro. Estábamos de nuevo juntos, en otro lugar que no era Arizona. Seguíamos siendo grandes amigos, seguíamos necesitándonos, queriéndonos como la primera vez, y ya habíamos aprendido a burlarnos del tiempo y de la distancia, hacíamos este tipo de encuentros con cierta frecuencia, con más facilidad ahora que los hijos de Fer y José estaban grandes.
Marcela se había mudado de Arizona, Irma y Mohab habían dejado de intentar estar juntos y habían aprendido a ser amigos y el Monito Jorge se negaba a envejecer a pesar de las canas.
Fernanda seguía siendo mi compinche y a la vez mi Pepe Grillo, Marcela mi confidente y mi refugio, Jorge mi reserva de paciencia y mi reality check, Mohab mi punto de referencia, Irma mi compañera y hermana y José mi gran maestro y mi apoyo. Yo seguía siendo feliz porque estaba rodeado de ellos. No es tanto lo feliz que era, sino cuánto me lo creía. En ese futuro tenía finalmente la capacidad de reírme de todo (sobre todo de mí mismo) y de aprender de todo (sobre todo de mis errores).
Antes de regresarme al presente, Marcela me dio el abrazo de siempre y me repitió lo mismo de hacía veinte años: "Es que los amigos son la familia que uno elige"...

lunes, 12 de diciembre de 2005

La Muñeca sin Dueña

El 24 de diciembre del 2004, después de la cena con mi familia y la repartición de los regalos, me encantó salir de la casa de mis padres escuchando a mi sobrina de dos años y medio, abrazada con sus tres nuevas muñecas, exclamar con genuina alegría un ¡Feliz Navidad!, tierno y gracioso a la vez, y que nos impregnó del espíritu navideño que sólo los que son niños saben vivir.
De allí me dirigí a compartir con la familia de mi amiga Johanna, que había llegado de Miami y estaba celebrando en la casa materna con sus hijos, sobrinos, y muchas personas más.

Al llegar a aquella casa me dirigí al fondo del patio para hablar con los niños y pedirles que me enseñaran los juguetes que habían recibido. Uno de los más pequeños del grupo, el sabio Hugo, me dijo: “Y eso, que Santa todavía no ha pasado, esto fueron los tíos”. Todos estaban felices estrenando juguetes, como debía ser.

Me senté con mis amistades (“la gente grande”) y fue entonces cuando me percaté de la presencia, en una esquina, de un joven de aspecto pobre y color oscuro que estaba alejado del resto. Con él estaban un niño y una niña, y tenían un carrito en la mano que admiraban los tres con gran atención. Pregunté quiénes eran, y la respuesta de mi amiga fue: 
"Me da mucha pena. Es que mi tía se trajo al muchacho que le cuida la casa para que cenara aquí y él a su vez trajo a sus dos hijos, nosotros no sabíamos nada, y no había regalo para ellos. Uno de los sobrinos, Alan, le regaló al varoncito uno de sus carritos, así sin que nadie se lo sugiriera, pero la niña no ha recibido nada.”

Tragué en seco y abrí los ojos de una forma tan notoria que mi amiga me preguntó que qué pasaba. Se me ahogaron las palabras en la boca y sin responder me fui rápido a mi carro que estaba afuera. Abrí el baúl del carro muy nervioso y alegre a la vez, recordando en mi mente lo que me había ocurrido la semana anterior...

Una semana antes, estando en la tienda de juguetes, mientras pasaba por la góndola de las muñecas se cayó de un barril una muñequita de trapo que estaba allí junto con muchas otras. La coloqué en el tope de la pila, y al seguir oí un ruido detrás de mí, era la muñequita que se había caído de nuevo. La observé por unos segundos, era pequeñita, con ropa roja y trenzas rubias. Decidí meterla en la canasta de compras, aunque no sabía por qué.
Tal vez me acordé de los juguetes que cobraban vida en Toy Story y mucho antes de eso en la juguetería del Chavo, el caso es que sentí que no solamente debía llevármela, sino también envolverla como regalo. Al principio alargaba la vista en los semáforos, pero no apareció ninguna niña pobre. Y al pasar los días, allí quedó la muñequita de trapo, sola en el baúl, abandonada y sin dueña.

Cuando volví corriendo del carro y le entregué a la morenita de cara triste SU muñeca, le expliqué que se la había dejado el niño Jesús, nada de Santa ni de Reyes, no señor, era evidente que habíamos presenciado un pequeñito milagro, de esos que cada día nos ocurren y que a veces llamamos coincidencia o suerte.

La muchachita, probablemente de la edad de mi sobrina, iluminó su cara con la sonrisa más bella del mundo, mientras algunos de los adultos empañábamos nuestras caras con lágrimas al ser testigos del milagro navideño, pues algo nacía en nuestros corazones a la medianoche del 24 de diciembre.

Así es la Navidad. Sencillamente milagrosa. Solo hay que abrir los ojos y el corazón, puede que estén ocurriendo cosas maravillosas alrededor nuestro. Me transporté de nuevo a mis mejores Navidades y fui niño también yo por unos instantes.

Este año ya compré un carrito y estoy esperando con ilusión que aparezca el dueño…

jueves, 1 de diciembre de 2005

La Muerte de un Superhéroe

Desde que lo conocí cuando apenas era yo un niño, entendí que estaba ante alguien que me ayudaría a crecer, a aprender, a ser mejor. De hecho, aprendí mucho y creo que nunca le fallé en ninguna lección excepto en una que no quise aprender, sobre nuestro paso efímero por esta vida, sobre los trenta mil días que nos tocan. Esa lección no la aprendí y entendí que lo tendría conmigo toda la vida.

Luego fui entendiendo que estaba tratando con alguien excepcional que tenía grandes dones, pero sólo con el tiempo pude entender que él era un superhéroe. Es tan lógico pensarlo ahora. ¿Qué hace un héroe? Ni más ni menos lo que él hacía: combatir las injusticias, ir sembrando el bien por todas partes, salvar vidas, denunciar y atrapar a los malvados y levantar a los débiles y cansados. Es fácil entender que era un héroe si calibramos la cantidad de personas que rescató y la cantidad de vidas que salvó.

Como todo superhéroe, tenía una vestimenta especial que lo hacía distinguirse del resto. En este caso por debajo era blanca y por encima iba cambiando de color según la temporada (ahora hubiera estado morada). Su identidad secreta era la de un hombre sencillo y trabajador, y para esto se ponía unas alpargatas, una chacabana o una camisa lisa, unos pantalones oscuros, unos lentes de pasta y si no andaba todo despeinado a veces se ponía una gorra. Al ponerse esta otra vestimenta no perdía fuerza, más bien le ayudaba a realizar otras grandes obras.

Mi superhéroe tenía una guarida en la ciudad, la cual llenó de libros. Entiendo que de ellos y de los ejercicios espirituales sacaba gran parte de la energía inagotable que lo caracterizaba. También tenía una guarida en las afueras de la ciudad, mucho más amplia, debajo de la bóveda celeste llena de estrellas, al lado de la montaña, de frente al río. De allí surgía una paz “que se podía cortar” según él mismo, y sospecho que de allí también sacaba nuevas fuerzas para combatir el mal y hacer el bien. Sin embargo, nos enseñó claramente de dónde venía su mayor fuerza...

De su boca brotaba una energía que contagiaba a los que estaban cerca, ya fuera cantando con su ronca voz “Mi barba tiene tres pelos” a un niño, dándole una charla a un adolescente o predicándole a un adulto (en mi caso hizo las tres cosas). Podía hablar en el idioma de cada persona, sin importar su edad ni su condición social. A veces no hablaba él, sino que transmitía algún mensaje de su Jefe, y lo transmitía de una manera clara y contundente.

Tenía una visión que alcanzaba mucho más allá que la de cualquier mortal, mucho mejor y más lejana que la de Supermán, además de que logró volar más lejos que éste, y hasta nos pidió que lo acompañáramos en su vuelo.

Logró lo que Robin Hood no pudo: hizo que los ricos felizmente ayudaran a los pobres a ser igualmente felices. Lo hizo con tal elegancia y destreza que ambos ganaban en la transacción.

Más que Batman o Dick Tracy, acudía al auxilio de uno cuando recibía el llamado o veía alguna señal de que lo necesitaban. Su sola presencia bastaba para que uno se sintiera protegido, ya fuese en medio de una tormenta a la medianoche en el campo o en plena ciudad tras un potencial o real peligro.

Como el hombre increíble, era mucho más fuerte que el mortal común. Lo sé porque podía hacer el trabajo de diez hombres juntos sin cansarse. Y para descansar, se ocupaba de otra tarea que lo distrajera de la primera.

Tenía una inteligencia superior a los demás, puedo asegurar que tenía la respuesta correcta para todo. Es más, creo que podía leer las mentes de todos, estoy seguro de eso por lo menos en mi caso. No sólo eso, sino que podía escuchar al río y entenderlo, o hablar con el fuego, con la luna, con la brisa y hasta con su fiel perro León, y entender su lenguaje.

Lo mejor de todo es que transmitía esa visión, esa energía y esa fuerza a todos los que se le acercaban, de manera que tenía el poder de convertir en héroes a todos los que así lo quisieran ("todos somos capitanes", escribió una vez). De hecho, logró sacar lo mejor de mí. Su materia prima, en mi caso y en muchos otros, eran simplemente niños y jóvenes de quienes lograba hacer hombres y mujeres íntegros y comprometidos. Nunca sabremos cuántos de nosotros íbamos a parar en drogadictos o suicidas, o simplemente íbamos a ser pusilánimes e irresponsables, de no ser por su intervención temprana, por su apoyo, sus enseñanzas y su liderazgo. Nos enseñó a amar la naturaleza, a Dios, a la familia, a los demás... simplemente a amar. ¿Hay acaso mayor heroísmo precisamente en una sociedad donde los valores escasean o no existen?

Lo que no pude prever, ninguno pudo, es que no era inmortal. Lo necesitábamos tanto que nunca nos pasó por la mente ni siquiera pensar que un día nos dejaría. Y es que cuando su corazón no pudo dar más, agotado de entregarse una y otra vez, dejó de latir.
Conociéndolo, no me extrañaría que todo sea parte de un plan que sólo él conocía para ir a la fuente infinita de luz, a la casa del Padre, y desde allí ayudarnos e interceder por nosotros.

No lo culpo, yo también hubiese querido ir a la casa suya en estos momentos, mi querido Padre Dubert, pero sé que nos juntaremos allá arriba, como en lo alto de la montaña de Bao, y yo seré de nuevo un niño y lo escucharé de nuevo con alegría y atención mientras usted me canta:
"Mi barba tiene tres pelos,
tres pelos tiene mi barba,
si no tuviera tres pelos,
ya no sería mi barba"

Dubert, nunca le dije cuánto lo quería, ahora que puede oírme debe estar riéndose de mí, usted y yo sabemos por qué.

Hasta siempre, amigo, maestro y padre querido. Para usted todo mi respeto, admiración y cariño siempre.