lunes, 12 de diciembre de 2005

La Muñeca sin Dueña

El 24 de diciembre del 2004, después de la cena con mi familia y la repartición de los regalos, me encantó salir de la casa de mis padres escuchando a mi sobrina de dos años y medio, abrazada con sus tres nuevas muñecas, exclamar con genuina alegría un ¡Feliz Navidad!, tierno y gracioso a la vez, y que nos impregnó del espíritu navideño que sólo los que son niños saben vivir.
De allí me dirigí a compartir con la familia de mi amiga Johanna, que había llegado de Miami y estaba celebrando en la casa materna con sus hijos, sobrinos, y muchas personas más.

Al llegar a aquella casa me dirigí al fondo del patio para hablar con los niños y pedirles que me enseñaran los juguetes que habían recibido. Uno de los más pequeños del grupo, el sabio Hugo, me dijo: “Y eso, que Santa todavía no ha pasado, esto fueron los tíos”. Todos estaban felices estrenando juguetes, como debía ser.

Me senté con mis amistades (“la gente grande”) y fue entonces cuando me percaté de la presencia, en una esquina, de un joven de aspecto pobre y color oscuro que estaba alejado del resto. Con él estaban un niño y una niña, y tenían un carrito en la mano que admiraban los tres con gran atención. Pregunté quiénes eran, y la respuesta de mi amiga fue: 
"Me da mucha pena. Es que mi tía se trajo al muchacho que le cuida la casa para que cenara aquí y él a su vez trajo a sus dos hijos, nosotros no sabíamos nada, y no había regalo para ellos. Uno de los sobrinos, Alan, le regaló al varoncito uno de sus carritos, así sin que nadie se lo sugiriera, pero la niña no ha recibido nada.”

Tragué en seco y abrí los ojos de una forma tan notoria que mi amiga me preguntó que qué pasaba. Se me ahogaron las palabras en la boca y sin responder me fui rápido a mi carro que estaba afuera. Abrí el baúl del carro muy nervioso y alegre a la vez, recordando en mi mente lo que me había ocurrido la semana anterior...

Una semana antes, estando en la tienda de juguetes, mientras pasaba por la góndola de las muñecas se cayó de un barril una muñequita de trapo que estaba allí junto con muchas otras. La coloqué en el tope de la pila, y al seguir oí un ruido detrás de mí, era la muñequita que se había caído de nuevo. La observé por unos segundos, era pequeñita, con ropa roja y trenzas rubias. Decidí meterla en la canasta de compras, aunque no sabía por qué.
Tal vez me acordé de los juguetes que cobraban vida en Toy Story y mucho antes de eso en la juguetería del Chavo, el caso es que sentí que no solamente debía llevármela, sino también envolverla como regalo. Al principio alargaba la vista en los semáforos, pero no apareció ninguna niña pobre. Y al pasar los días, allí quedó la muñequita de trapo, sola en el baúl, abandonada y sin dueña.

Cuando volví corriendo del carro y le entregué a la morenita de cara triste SU muñeca, le expliqué que se la había dejado el niño Jesús, nada de Santa ni de Reyes, no señor, era evidente que habíamos presenciado un pequeñito milagro, de esos que cada día nos ocurren y que a veces llamamos coincidencia o suerte.

La muchachita, probablemente de la edad de mi sobrina, iluminó su cara con la sonrisa más bella del mundo, mientras algunos de los adultos empañábamos nuestras caras con lágrimas al ser testigos del milagro navideño, pues algo nacía en nuestros corazones a la medianoche del 24 de diciembre.

Así es la Navidad. Sencillamente milagrosa. Solo hay que abrir los ojos y el corazón, puede que estén ocurriendo cosas maravillosas alrededor nuestro. Me transporté de nuevo a mis mejores Navidades y fui niño también yo por unos instantes.

Este año ya compré un carrito y estoy esperando con ilusión que aparezca el dueño…

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