miércoles, 7 de septiembre de 2005

Sonny: No es una historia de nazis

A sus 23 años, Sonny conoce bien lo que es trabajar duro desde muy joven. Se ha ganado la confianza de sus empleadores, tanto por su dedicación en el trabajo como por su carácter afable y servicial.
Trabaja de día encaramado en techos bajo el sol en una compañía de impermeabilizantes. De noche, ayudando en labores domésticas y algunas tareas adicionales, además de cuidar en una casa de familia donde desde hace tiempo trabaja a cambio de aun sueldo, alojamiento, desayuno y cena, y alguna que otra ropita.
Cuando le sobra tiempo sube a podar y limpiar en una finca de la misma familia a cambio de un ingreso adicional, que cada cierto tiempo es enviado a su papá enfermo fuera del país.

Salió ese domingo a dar un paseo y a dos calles de la casa fue interceptado por la policía. Sin mucha palabrería lo despojaron de su dinero, y eso le evitó recibir más golpes de la cuenta. Lo montaron en un vehículo y empezaron a recoger a otros durante todo el día. Los trasladaron a la parte trasera de un camión y Sonny vio cómo a puro golpe montaban hombres, mujeres y niños. Tantos, que no hubo manera de sentarse durante todo el trayecto de varias horas hasta la frontera.

Al llegar la noche los desmontaron a todos y los metieron en el patio de un cuartel junto con un par de cientos más. No hubo comida, ni agua, ni consideración alguna. Sí hubo golpes e insultos, y más despojo de las pocas pertenencias que tenían.

En la mañana los pasaron del otro lado de la frontera. Una vez allí llegó a la casa de su familia a ver sus hermanos menores y su papá enfermo. Logró llamar a la casa de sus patronos y les pidió que le enviaran un préstamo para regresar.
Consiguió cruzar la frontera de nuevo pero esta vez fue engañado por sus propios compatriotas, pues lo dejaron en un lugar cercano donde lo esperaban oficiales para devolverlo a su país (y repartirse el botín con los transportistas, me imagino).

De nuevo consiguió un dinerito, cruzó la frontera, caminó otro trecho a pie, se montó en una guagua, llegó a un pueblo vecino casi de noche, y allí le cobraron diez veces el precio normal de un transporte hasta su destino.

Llegó de nuevo a la casa donde lo esperaban, y sigue trabajando, de día, de noche y los fines de semana. Sonny sabe que en cualquier momento volverá a caer en manos de los policías, hasta que su patrón lo pueda ayudar a legalizar su permiso de trabajo. Mientras tanto, sigue sonriendo y se le ve de noche fregando mientras canturrea junto con la radio canciones en inglés, español y francés.

No se trata de un caso sacado de una película de nazis y judíos. Es tan sólo un haitiano más, repudiado y odiado a pesar de trabajar más que muchos dominicanos, sin meterse en problemas ni alimentar vicios, sin robar ni matar, como en cambio lo hacen muchos de mis compatriotas.

Lo más triste del caso es que aparecerá alguien que va a leer esto, si es que no he sabido elegir bien a mis amigos, y ese o esa alguien, profesional con acceso al Internet, con estudios y libros bajo el brazo, desaprueba este escrito por completo. Pues, ¿cómo se me ocurre ponerme en posición de defender a un haitiano?
Se me ocurre, sí, defender los derechos de un ser humano, defender a una persona que ha sido leal y servicial con mi familia. Se me ocurre repudiar a los que aprueban estos vergonzosos actos que seguirán siendo cometidos cada vez con más saña y odio. Se me ocurre repudiar también el trato que le dan a los dominicanos en Puerto Rico o en algún otro país desarrollado, y el mal trato que le dan a cualquier inmigrante, sin olvidarme de que yo también he sido uno.

No se me olvida el día en que, en el semáforo de la 27 esquina Sabana Larga, ví como a palos desprendían a una haitiana de sus niños y la montaban en la "camiona", dejando a tres muchachitos solos en la acera, el mayor quizás de cinco años. Lo que más dolió fue ver a un señor de saco y corbata que iba en un lujoso carro al lado mío cuando bajó su vidrió y voceó entre manotazos al aire "así mismo, dale duro para que aprenda".

Siento rabia y verguenza, me siento impotente y a la vez atemorizado, porque las señales indican que la escalada de odio seguirá, y que tendremos que ser cómplices y pecar de omisión, pecar de silencio y de inacción, como nos pasa con mil cosas más que no marchan bien aquí.

Cuando la injusticia se hace cotidiana, cuando lo horrible no nos asombra ni nos mueve, hemos llegado al punto más bajo de nuestra existencia.

2 comentarios:

Desiree dijo...

Gracias. Tus emociones alimentan mi espíritu.

Anónimo dijo...

Gracias Simón, lo que mas duele es que esto es algo que seguirá alimentando el odio...y que es posible que nuestros hijos sufran las consecuencias.