Es la noche
de San Valentín, y mientras la ciudad está inundada de corazones y los restaurants
abarrotados de parejas, yo estoy aquí en casa, tranquilo, mi libro, mi Netflix,
mi copa de vino. Aquí no ha pasado nada. No lo digo en actitud de negación, es
que yo no le he dado importancia a este día desde que estaba en el colegio y se
celebraba la amistad más que otra cosa.
Y en la
soledad de mi hogar, y frente a mi pantalla, recuerdo con una sonrisa en el
rostro aquella noche de San Valentín del 2001, la mejor que nadie jamás haya pasado,
y me la cuento de nuevo para no olvidarla, y para reconocer a las personas que
hicieron de aquella ocasión un evento inolvidable. Confieso que con los años he
borrado y he añadido detalles, casi que la he mitificado, y la contaré lo mejor
que pueda, que me perdonen las protagonistas, pues reconozco que hasta ahora no
ha podido ser superada.
No hubo
chocolates, ni tarjetas, ni flores, ni cenas especiales a la luz de las velas, ni
peluches, vamos, que todo eso ya lo he vivido y no me han dejado más que un
hueco en el bolsillo y un buen momento. Pero sí hubo amor del bueno, compañía especial,
y un derroche de detalles que me hacen seguir sonriendo 18 años después.
Aquella
noche, como esta de hoy, llegué a la soledad de mi casa cansado del trabajo,
con la única diferencia de que en aquella casa no había ni siquiera muebles,
pues recién había adquirido mi primer apartamento. Estaba a punto de darme una
ducha cuando de repente suena el intercom. Cuando respondí era mi amiga Fifi, a
quien se le ocurrió pasar a visitarme a mi nuevo hogar. La recibí envuelto en
una bata de baño. Me dice que viene a fumarse unos cigarrillos conmigo y le
digo que no tengo cenicero, a lo cual ella me responde con que me trajo uno de
regalo.
Estábamos
sentados en el suelo, en el ejercicio del humo y las palabras, cuando aproximadamente
cinco minutos más tarde, de repente vuelve a sonar el intercom. Una verdadera
coincidencia, pues no esperaba una y mucho menos dos visitas, mucho menos una
noche como aquella. Debe ser el conserje, le dije a Fifi. Pues no lo era,
resulta que mi amiga Anacely decidió pasar a visitarme también. Al abrirle la puerta
veo que trae una botella de vino con ella, y le digo que no tenía copas, a lo
cual ella me dice que me trajo unos vasos y un sacacorchos. La invito a tomar
asiento junto con Fifi en el suelo, y allí nos pusimos los tres a charlar
alegremente. Yo estaba feliz.
Como a los
cinco minutos, vuelve a sonar el intercom. Ya no me lo creo, y al verle la
picardía en la cara a esas dos que conozco tan bien, me doy cuenta de que esto es un plan que ha
sido coordinado y sincronizado a la perfección. Llegó Awilda, el mismo ritual: “Traje
unos nachos y un dip”, me dice, “Pero no tengo en dónde servirlos”, le respondí,
“No importa, yo te traje una fuente de regalo”. Para no hacer el cuento muy
largo, llegó más tarde Eugenia y luego Ivelisse, y trajeron más vino.
Solo de recordar
la escena me vuelve la alegría de aquel momento. Cinco amigas solteras, que decidieron
“elegirme” como su pareja de San Valentín y aprovechar para hacerme un housewarming inesperado. La escena es
surreal, sentados en el suelo, picadera, tabaco y vino, complicidad y
carcajadas. Imagínense los temas de conversación, influidos por el día que era,
estaba yo presenciando en primera fila la película de la vida a través de los
ojos de aquellas mujeres que hablaron de amor y desamor. Yo no daba crédito a
las cosas que allí salieron a relucir, y de hecho todos recordamos cuando una
de ellas dijo casi llorando “necesito afecto”, y otra le ripostó con una frase
que no puedo publicar aquí, pero que pasó a la historia. Lamentablemente yo no podía,
por ser minoría, defender a los pobres hombres que tan mal parados salieron de
aquella tertulia.
Como en un
milagro bíblico se multiplicaron las botellas vacías y las colillas, y la noche
que ya se había extendido, tuvo que llegar a su fin porque al día siguiente
había trabajo. Nos despedimos de aquella inolvidable reunión a la que luego
llamé “el aquelarre” y que prometimos repetir, pero aún queda pendiente, a sabiendas
de que ya no somos los mismos y de que como dice Sabina “al lugar donde has
sido feliz, no debieras tartar de volver”.
Hoy brindo
por ustedes: Fifi, Anacely, Awilda, Eugenia, e Ivelisse. Para que siempre
tengan aquello que “necesitan”. Ustedes son mi mejor regalo de San Valentín.
Desde la distancia las extraño, y sepan que siempre habrá en mi casa, donde quiera
que ésta se encuentre, un suelo, un par de oídos, una sonrisa y una copa de vino para
ustedes. ¡Salud!