El Rey de la
Pista
Era el año 1980,
yo tenía diez años pero lo recuerdo como si fuera ayer. Estábamos en sexto
curso, bajo la temible batuta de la Señorita Antonia, conocida entre los niños
como “La Jamona”. Para sobrevivir ese año había que tener excelencia académica
y una disciplina rígida, cualidades que la hermosa Guadalupe Martínez Arenas,
de piel tostada y sonrisa impecable, había traído desde su México natal. No
solo era brillante y disciplinada, sino que también era preciosa y gozaba de
gran popularidad, sobre todo entre los varones, que suspiramos aquel febrero al
verla disfrazada de hawaiana y bailar limbo con una gracia inolvidable.
Guadalupe cumplía
años, y ese día llegó a clases con un paquete de invitaciones, algunas diez o
quince. Yo la veía acercarse a cada persona repartiendo las invitaciones, y
veía cómo le iban quedando cada vez menos, hasta que de repente se acercó a mí
y me dio el tan esperado sobre acompañado del flashazo de su sonrisa. Esa tarde
me bañé y me cambié temprano, cuando mi papá llegara del trabajo me iba a
llevar a casa de mi amiga. Yo no pensaba en otra cosa, toda la tarde me
imaginaba aquella niña tan linda con su cola de caballo y su dentadura
perfecta.
Al llegar a la
fiestecita, me refugié en la galería de su casa con otros chicos, haciendo mía
la definición de la palabra pariguayo
(anglicismo dominicanizado por “party watcher”). Ella ponía un LP tras otro en
el tocadiscos, y yo la veía desde la ventana bailar con desenvoltura y garbo.
Cuando cambió el LP puso el soundtrack de
Xanadú, la película del momento. De repente se me perdió de vista y en eso
siento que me tocan por detrás. Era ella, con su sonrisa deslumbrante,
diciéndome que quería bailar conmigo.
Yo solo había
bailado con mis hermanas en la sala de mi casa, así que no sabía qué hacer.
Ella me tomó de la mano y me llevó a la sala. Sonaba la canción “I’m Alive”,
que ahora sé que dura 3 minutos y 44 segundos, y que a mí me parecieron una
eternidad, y a la vez un segundo. Me sentía el niño más afortunado del planeta,
y bailé con ganas, todo yo, el rey de la pista. Y luego, por alguna razón que no entendí entonces, se me quitaron el
apetito y el sueño por varios días. Bailar con Guadalupe aquella canción no
solo catapultó mi autoestima (he seguido bailando hasta hoy creyéndome el mejor
bailarín), sino que me dio un bello recuerdo que perdura treinta y dos años más
tarde.
El Rey del
Escenario
En 1983 se me
presentó por pura casualidad la oportunidad de demostrar mis dotes histriónicas
ante todo el colegio. Yo entré al salón de actos buscando la reunión equivocada,
y Juan Ramón Mejía, ex alumno del colegio, estaba dirigiendo una obra de teatro
con un grupo de mi curso, para presentarse en la semana cultural de ese año. Me
quedé un rato viendo el ensayo y él me preguntó si yo quería actuar. Por
supuesto que accedí. Me dijo que mi papel era el más importante, que sin mí no
habría obra, y en efecto, eso fue lo que le dije a toda mi familia, que me fue
a ver al Politécnico la semana siguiente (creo que hasta mis abuelos fueron).
Para mí, que había estado en cuanta poesía coreada y velada infantil se pudiera estar, aquello de presentarse en público no era nada nuevo, pero... ¡El papel estelar! Aquello era un gran reto, y me lo tomé muy en serio. Llegó el tan esperado momento, y tras una breve introducción musical, se inició la obra cuando, muy seguro de mí mismo, entré al escenario, vestido de estudiante y mochila en mano. Me
paré en el centro y exclamé la muy ensayada frase “¡Aaaaaaah, qué sueño tengo!”
y me eché a dormir. La obra, que se llamaba nada más y nada menos que “Sueño de un estudiante” o algo parecido, trataba
sobre todo lo que yo soñaba, y mientras yo estaba tirado en el suelo haciendo un magistral papel de dormido, entraban y salían actores con diálogos y
coreografías. Nunca nadie durmió en una obra de teatro con tanta seguridad y de una manera tan convincente, pensaba yo. Un buen rato más tarde yo me despertaba diciendo: “¡Oh, todo fue
un sueño!”, y allí terminaba la obra. Aplausos de pie, que yo me los tomé para
mí, el rey del escenario, y muchas felicitaciones por mi papel estelar. Tal
como dije, sin mí no había obra.
El Rey de la
Cancha
Un año más tarde,
en el 1984, tenía yo catorce años, mucho más pelo y muchas menos libras. De
hecho, era flaco y algo desgarbado. El deporte y yo no nos levábamos muy bien
(situación que perdura hasta el día de hoy), sin embargo había que elegir una
electiva de deporte, y yo ese año me decidí a apostar por el baloncesto.
Pensaba que era lo normal, de hecho, la mayoría de mis amigos lo practicaban
exitosamente.
Por más que mi
amigo José Daniel se empeñó en darme tutorías de basket, mi falta de
coordinación era impresionante, cosa que no pasó desapercibida a los ojos del
entrenador Oscar, a quien yo veo hoy como el ejemplo del anti-coach. El tipo me
dijo el primer día de clases “usted no da para esto, búsquese otra clase”, pero
tenía que esperar todo un año para cambiar a otra tortura deportiva. Cada
miércoles yo le rezaba a San Isidro labrador, (“pon el agua y quita el sol”),
para que lloviera y no tuviera yo que ir a la clase de baloncesto, pero era en
vano.
Llegó el momento
de los juegos intramuros, y a mí me tocó el equipo amarillo. Calenté la banca
durante la mayor parte del partido, hasta que llegó el director de deportes,
Rómulo, y le dijo al entrenador Oscar que las reglas decían que todos los
miembros del equipo debían estar en la cancha al menos una vez. Por más que
renegó, tuvo que acceder, y me dijo esdtas inolvidables y motivadoras palabras: “te voy a meter a la cancha, tú solo corre
de un lado para otro y no te atrevas a tocar la pelota, que te mato.”
Fue así como
entré al juego quedando pocos minutos para que se acabara, y llevando la ventaja
el equipo contrario por un par de puntos. Efectivamente corría de un lado para
el otro, y bien que lo hacía. Pero resulta que en una de esas, corrí hasta la
cancha donde mi equipo encestaba y me encontraba solo debajo del canasto. En
ese momento Ricci, la estrella de mi equipo, se ve acorralado y no puede más
que hacer un pase. ¿Y a quién decide darle el pase? Nada menos que a mí, por
pura lógica, ya que me encuentro solo debajo del canasto. Incrédulo, veo en cámara
lenta como la pelota llega a mis manos y el mundo se detiene, llega el
silencio, estoy solo en el universo, nadie existe. Y que pico la pelota una,
dos veces, y fijo mi mirada en el canasto, ¡Y encesto! No lo podía creer, yo
era el rey de la cancha, y de repente aplausos y gritos de euforia de mi
equipo, y de una gran cantidad de gente que observaba la escena. El sonido del
maldito silbato de Oscar rompe el hechizo, pide tiempo y me saca de la cancha
echándome maldiciones en vez de felicitarme. Veo el marcador, estamos empatados
(gracias a mí), y aunque perdimos el partido, yo me fui a mi casa sintiéndome
la vaina más grande del mundo.
Ha llovido bastante desde entonces. Guadalupe
falleció en el terremoto de México del 1985, el director deportivo Rómulo
falleció hace algunos años ya. No han fallecido, sin embargo, mis esfuerzos por
mantener la autoestima a flote a pesar de los pesares. Aún creo que puedo ser
el rey de la pista, que puedo ser un milagro en alguna cancha, que puedo ser un
gran actor.
No ha fallecido tampoco mi memoria. Soy el rey de los recuerdos, el rey de los sueños de un pasado inocente y feliz, y quizás en un futuro saque de mi mente las cosas que me pasan hoy y que me grabo para contármelas a mí mismo algún día, sin poderme dar palmaditas en la espalda, pero diciéndome a mí mismo: “Tú puedes”.
No ha fallecido tampoco mi memoria. Soy el rey de los recuerdos, el rey de los sueños de un pasado inocente y feliz, y quizás en un futuro saque de mi mente las cosas que me pasan hoy y que me grabo para contármelas a mí mismo algún día, sin poderme dar palmaditas en la espalda, pero diciéndome a mí mismo: “Tú puedes”.
En estas tierras
remotas, “no tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo
el rey.”