jueves, 8 de diciembre de 2011

No tienes nada de santa


Ahora que te he vuelto a escribir pienso que no debería hacerlo. Después de todo, has ignorado tantas cartas mías, que volver a plasmar mis deseos y hablarte de mí en el papel, es más un hábito que una necesidad. Lo hago porque hoy, después de un tiempo, he vuelto a verte. Ya había escuchado que estarías en la ciudad y no quería perder esta oportunidad, así sea tan solo para recordarte que existo, si es que acaso eso te importa.

Recuerdo la primera vez como si fuese hoy. Estabas entre la gente, y aunque no te podía ver bien, me fui acercando poco a poco, primero con timidez, luego decidido a verte de cerca. Me sentí atraído, casi hipnotizado por tu vestido rojo, diseñado especialmente para un cuerpo como el tuyo, diseñado para llamar la atención, diseñado para que todos se percaten de tu presencia. Te he visto usar la misma ropa otras veces, pero nunca me causó el efecto de aquella vez.

Ahí estabas, a pocos metros de mí, eras el objeto de la atención de todos. Entonces me viste, me sonreíste, me hiciste una seña de que me acercara y así lo hice. Me puse nervioso, me acerqué, tu mano se posó en mi hombro. Con tu sonrisa pícara me preguntaste qué era lo que yo deseaba. Iluso yo, que pensaba que tú ya lo sabías, pero con un poco de vergüenza te lo susurré al oído, y recibí por respuesta tu estridente e inconfundible carcajada.

De repente todo era silencio, y solo se escuchaba era tu imposible risa que sonaba a burla. Volteé a ver a mi alrededor, todos me veían, me sentí extraño y diminuto, y me alejé de tu lado. Al poco rato quise volver, pero ya estabas con otro, ambos se reían, y los vi insoportablemente felices. Esa vez, como tantas otras, me senté a escribirte, y como tantas otras veces, no obtuve respuesta ninguna.

Al darme cuenta de que todos te conocían, empecé a averiguar todo lo que pudiera de ti, pero los trozos de información que iba recibiendo no me ayudaban a formar un cuadro muy fiel. Después de todo, solo sabía que venías de muy lejos, que te gustaba el color rojo, que te encantaban las chimeneas, y que viajabas por el mundo, casi siempre en compañía de ese tal Rodolfo.

Tú y tus fugaces apariciones, tú y tus puntuales desapariciones, por tanto tiempo que hasta me olvidaba de mencionar tu nombre, y si lo hacía sonaba extraño. Por eso dejé de esperarte, dejé de buscarte, dejé de nombrarte, y al mismo tiempo sé que volverás y casi hasta puedo predecir cuándo.

Pero también, tú y tu bondad, tú y tu mirada buena, tú y tu maravillosa obsesión de ayudar y hacer sentir bien a todos, tú y tu energía amorosa. Por eso, aunque sé que no soy el único en tu vida, te espero, te busco, te nombro, y al mismo tiempo sé que tu indiferencia volverá a golpearme.

Han pasado ya muchos años, y tú sigues con tu misma figura, tu mismo pelo y tu misma sonrisa. Y mientras tanto, yo me sigo preguntando si tu corazón sigue siendo el mismo, si esta vez te detendrás aquí en mi casa, si finalmente no te importará si yo soy malo o bueno y finalmente cederás a mis íntimos deseos.

Hazme caso, Santa, no seas malito…