sábado, 31 de enero de 2009

De Vuelta a Casa

Hoy cumplí cuatro años viviendo en Santo Domingo, y para celebrarlo decidí salir de allí y volver a casa. Preparo mi maletica y enfilo los cañones a la Autopista Duarte rumbo al norte. Pasando el kilómetro nueve empiezo a hacer un inventario de las cosas que me gustan de vivir en la capital, al menos las tangibles: La Zona Colonial, el mar, la actividad artística... y de repente me pongo a resabiar repasando la cantaleta de algunos de mis compueblanos que me dicen "ya tú estás 'capitaleñizado', renegaste de tu pueblo". Son los reproches de aquellos que no vienen de visita ni amarrados, de los que se imaginan que uno se pasa todo el tiempo infeliz porque salió de su ciudad natal, de los que probablemente tienen el síndrome de Estocolmo. No son más duros que los reproches de algunos de mis amigos de Santo Domingo, que me dicen "tú y tu Santiago, nunca acabas de aterrizar aquí". Considero unos y otros como halagos disfrazados que me dicen que les hago falta a ambos, y con el ego inflado llego hasta el peaje.

Este camino al Cibao es maravilloso: amapolas, bambúes, naranjas, coníferas, flamboyanes, arrozales, y por supuesto los desayunos y comidas en la Miguelina, en el Típico o en Jacaranda. Pero sobre todo, pienso que lo mejor es que me lleva de vuelta a casa. En ese momento repaso las palabras que inconscientemente utilizo para diferenciar dónde resido y dónde vivo. Digo "mi apartamento" cuando hablo de mi lugar de descanso, mi hábitat, mi centro de operaciones, mi inversión, mi sitio de trabajo o de ocio, mi lugar de encuentro con los amigos. Pero sin darme cuenta hablo de "mi casa" cuando me refiero al lugar de partida y de llegada, al hogar acogedor, al centro de gravedad de mi familia y al escenario donde ha transcurrido la mayor parte de mi historia.

"Mi casa" es un lugar que cambia, pero en el que he vivido al menos tres veces:
La primera vez, mi casa quedaba en la Restauración 160, luego en la calle 7 de los Jardines y finalmente en la avenida Mirador de los Cerros. Desde mi nacimiento hasta los veinticinco años estuve viviendo con mis padres y mis hermanas, primero dos de ellas, luego fueron tres, luego de nuevo dos y finalmente una sola. Fue una época feliz y despreocupada que abarcó niñez, adolescencia y adultez. Todo estaba listo, puesto, fácil. No sé de dónde salía todo, pero mi papá y mi mamá lo hacían tan bien que no me interesaba saberlo tampoco. Llegó la tan ansiada oportunidad de concursar por beca para estudiar fuera, y así acabó este maravilloso período. Despedirme de mi familia era despedirme también del niño que vivía protegido y feliz para dar paso al loco aventurero que quería conocer el mundo.

La segunda vez que viví en mi casa, me tocó vivir en los Cerros, luego en Gurabo y de nuevo en los Cerros. Esta vez regresé con una mano alante y la otra atrás, sin una mota en los bolsillos, ni vehículo, ni trabajo. Volví con la mente abierta y el corazón cerrado, la personalidad fuerte y definida y con el sabor delicioso de la independencia, y por eso regresar a 'someterme' a las reglas de mis padres fue un desastre. Los conflictos no se hicieron esperar. Lo que antes nos unía, ahora era precisamente punto de choque. Desde que conseguí empleo quise mudarme, pero esperé el momento propicio para hacerlo con la bendición de ellos.

La tercera vez que viví en casa fue por un breve período que se inició en la medianoche del domingo 23 de septiembre del 2003, minutos después de que el terremoto me hiciera salir despavorido de mi apartamento en la cuarta planta. Por instinto, la casa de mis padres (mi casa) era el lugar a dónde ir, era un refugio excelente. Pasaron los días y se fueron normalizando los temblores, pero papi siempre buscaba una excusa para alargar la estadía: "Bueno, ya hoy es viernes, igual quédate el fin de semana y te vas el lunes", y el lunes me decía "pero apenas comienza la semana, cógelo suave, si aquí estás bien". El niño que hay en mí se sentía alegre y protegido de nuevo. La presencia de mis padres era más fuerte que cualquier terremoto, pero había que ser un hombrecito y volver al apartamento.

Finalmente, recién mudado a Santo Domingo, me tocó volver a casa cada fin de semana del primer semestre del 2005, en una etapa de la familia muy crítica, con mi papá en una larga y dolorosa recuperación, y mi mamá haciendo la función de diez mujeres juntas. Poco a poco las cosas tomaron su rumbo, con la gracia de Dios, y empecé a ir quincenalmente. Hoy en día lo hago (casi) mensualmente, y aunque pareciera que lo evito, me muero de ganas por ir siempre a mi casa.

Un sábado cualquiera llego, me encuentro en el frente de la casa con Don José, nuestro jardinero de hace treinta y pico de años, que ya casi acaba su labor y se va sin comer la comida que le han guardado. Está agachado desyerbando y fuma un cigarro que creo que es el mismo de la primera vez, porque siempre está chiquito y nunca se consume, igual que el mismo Don José. Al cruzar la puerta está Consuelo recibiéndome con los "titulares" sociales y familiares de la semana, más una radiografía rápida con la cual diagnostica sin filtro si estoy más flaco, más calvo, o tal vez estrenándome un 'polochecito' que no había visto.

Es hora de comer y los viejos ya están hambrientos y desesperados porque yo no llegaba y es tarde. El menú puede ser sencillo pero hecho a mi gusto, y sabe a gloria, y las porciones que me sirve Altagracia son dignas del más panzudo de los camioneros. Entre bocados nos ponemos al día, y después de comida, me premio con la proverbial siesta en MI cuarto, pues todavía lo es, aunque ya no tenga los posters ni los libros que antes tenía.

Papi que hace dulces de cualquier fruta que se le cruce por el medio. Mami que imprime en la computadora alguna carta que hay que entregar. Papi que lee los periódicos en la terraza frente al inmenso patio. Mami que habla por el teléfono, lee una novelita o teje. Papi que le pide un café a Consuelo, mami que le pide un café a Consuelo. Consuelo que nos trae café a los tres. El timbre que suena, Raquel que entra, Esther que sale, los niños que suben y bajan las escaleras. Todo es tan diferente de mi apartamento donde les hablo a mis plantas.

Pero de pronto ya es domingo en la tarde y hay que regresar. Me llevo conmigo un trozo de pastelón, acaso una funda de naranjas o tal vez un poco del dulce que papi ha cocinado. No hay pena, pues voy a volver pronto, y además por la salud mental de todos debo regresar a mi mundo antes de que el hechizo se rompa.

Esa es mi casa, donde las palabras "papi" y "mami" en la boca de un casi cuarentón no suenan ridículas. Donde cada rincón guarda un recuerdo, se van construyendo nuevos, y la historia familiar sigue su curso con nuevos seres diminutos que pueblan la casa de juguetes, regueros, y gritos.

Mientras voy saliendo de la ciudad, mi pensamiento me lleva muy lejos, y me imagino que al morir y llegar a los brazos del Padre, la sensación que se siente es como la de estar llegando a casa, al lugar donde siempre se es niño y donde siempre se está seguro, donde siempre se es querido y esperado.

lunes, 12 de enero de 2009

Cosecha ajena (remanentes del 2008)

Insisto en el disclaimer de uno de los posts anteriores. Esto hay que sacarlo del cuadernito para que no se pierda, porque modestia aparte me quedó bonito. Pertenece a mi etapa despechada (soooo 2008!).
Lo que viene en lo adelante es diferente, ¡lo prometo!



Yo regué con mis besos
la tierra endurecida
y donde había maleza
y faltaba belleza
ahora es área florida.

A tu zona más yerma
mi savia transferida
consiguió que se hiciera
parcela verdadera,
tierra reverdecida.

Y logró tu semilla
sentirse enriquecida
al volvernos conjunto
y despertamos juntos
celebrando la vida.

Donde había un cauce seco
logré que al fin brotara
un manantial fecundo
y todo un nuevo mundo
de risas y algazaras.

Donde te habían sembrado
yerbas envenenadas
mis palabras pacientes
con ternura insistente
fueron como una azada.

De aquel desierto triste
ahora no queda nada
pues sin pausa y sin prisa
yo cambié por sonrisas
tus lágrimas pasadas

Yo cultivé esa tierra,
fui yo quien preparara
una cosecha buena,
una vendimia ajena
que otro más disfrutara.

Pero no me arrepiento
porque valió la pena
haber tomado el tiempo
y con detenimiento
disfrutar la faena,

de conocer tus lagos
y tu gran cordillera
recorrerte en detalle
transitando tus valles
tus surcos y tus sendas.

Yo conocí la historia
de tu largo pasado,
él conoce el presente,
te cree probablemente
producto terminado

Yo sé de dónde viene
este fruto 'maduro'
y no creo que él entienda,
ni sospecha que tenga
de su interior tan duro.

El reconoce apenas
la superficie arada,
el verano caliente
y la nueva simiente
de tu tierra abonada.

Pero no tiene idea,
no puede saber nada
de cómo hacerle frente
a la sequía inclemente
y a futuras heladas.