miércoles, 30 de enero de 2008

Un Día Normal (a lo Juanes)

Ayer... saliendo de mi casa me percaté de que el basurero del frente ya tiene “moña”, hace muchos días que no pasan a recoger la basura.

Ayer... pagué la luz, no sé por qué este mes subió si me estoy bañando en el gimnasio y de noche no prendo el aire. Nadie me supo explicar, esas son las cosas de mi país.

Ayer... por cierto, me enteré de que este mes hay que pagar un extra en el mantenimiento porque se acabó el diesel y los apagones están arreciando.

Ayer... revisé mi volante de pago, ¡gracias a Dios llegó el fin de mes! Y revisando las deducciones de IRS, SFS, AFP y todo lo que tenga tres siglas, me queda el 80% de lo que gané. O sea, gano menos que el año pasado a esta fecha.

Ayer... tuve que tapar una goma que se me pinchó porque pasé por una zona muy “caliente” donde supuestamente habían tirado grapas. La goma que tapé había sido cambiada dos semanas antes por haber caído en un hoyo que lo sentí hasta en el hígado. Parece que mis impuestos no alcanzan para tapar los hoyos de la calle.

Ayer... me eché una discusión con el haitiano que hace de conserje en mi edificio, porque quiere que le aumenten y no hay manera de hacerlo ahora. La gente está desesperada. Estamos.

Ayer... asaltaron a mi amiga Ana Luisa, justo entrando al estacionamiento de su edificio, a punta de pistola. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta dónde? ¿Cuántas víctimas hacen falta para que las autoridades reaccionen y establezcan planes o tomen medidas que nos hagan sentir menos inseguros?

Ayer... estuve una hora en el tapón, cuando el trayecto en cuestión debió tomar 15 minutos. Una sola cuadra me tomó media hora, con tres policías delante de mí que solo le daban paso a los funcionarios que venían cruzando la México. Los abusos al ciudadano nunca se acaban. Aparte, yo no sé qué es lo que va a pasar en esta ciudad de aquí a 10 años, entre el gasto de combustible, el daño al medio ambiente y el estrés al que nos someten.

Ayer... finalmente llegué a Funglode, donde fui premiado por “Las Once y Once”, un cuento que le dio nombre a este blog. El premio me lo entregó el mismísimo presidente de la república. Le di la mano al presidente...... ¡oh-mar-gó!, le di la mano al presidente.

Ayer... saliendo de Funglode caí en otro hoyo que sentí en el fondo de mi alma como si a mi vehículo lo hubieran roto en dos. Este carro habrá que alinearlo, yo que estoy en olla últimamente.

Ayer... me fui a celebrar con Marcelita y me percaté de que en “El Agave” me están subiendo los precios de las Margaritas. En este país parece que no hay control de precios ni de nada.

Ayer... cuando me fui a acostar, un poco pasadito de tragos, hice el recuento de lo más importante del día como cada noche... El resumen del inning: tengo que ser más agresivo en el ahorro de energía – tengo que fijarme mejor por donde transito – hay que concientizar a la gente para que se cuide al subir y bajar del carro - tengo que hacer un plan de ahorro con esta hipoteca que me ahoga - mañana es día de nuestra señora del Pago, anda tuty... - ¿qué más? Creo que ya.
Gracias, papá Dios, por un día normal.

A propósito de esto, hoy Molina Morillo expresó algo en "El Día" que me encantó:
http://www.eldia.com.do/article.aspx?id=42631

martes, 29 de enero de 2008

Mamasita Pine Resort

En lo alto de una loma, justo en la entrada de San José de Las Matas, el paraíso ha montado una sucursal a la que yo he tenido el privilegio, la dicha y la bendición de haber asistido más de una vez. Se trata del hogar de doña Teresa Ramírez – "Mamasita" para sus nietos y bisnietos, y también para mí, pues Fifi es mi hermana y por eso compartimos abuela desde que yo no tengo.

Mamasita, la admirable matriarca de la familia, le imprime vida a la casa y esa vida gira en torno a ella. Aún frágil y disminuida, desde su silla de ruedas observa, opina, y de vez en cuando da órdenes. Hablar con ella es una deliciosa experiencia que enriquece al interlocutor. Me siento con ella y le suelto una pregunta ‘de desarrollo’:
“Mamasita, ¿cómo era la vida cuando tú eras niña?”
Lo que sigue a continuación es un hermoso recuento de memorias sueltas que ella trata de hilvanar, sazonando con anécdotas del campo de los años 20. Me habla de su papá, que había que esperarlo a su llegada del conuco, de rodillas para besarle la mano. Me dice que la guardia venía a verificar que los niños mayores de seis años estaban inscritos en la escuela, y si no metían al papá preso. Habla de la época de aquel presidente, ¿cómo se llamaba? “Trujillo”, le especifico. “No, ese no, el otro, ¿sería Horacio?, Lo que pasa mijo es que yo ya cumplí 96 años y no me acuerdo de cosas”...

La casa de Mamasita guarda recuerdos de varias generaciones de los Hernández-Goris, y en cada rincón hay mil historias acechando. Desde la entrada se asciende entre dos hileras de pinos que saludan al que llega hasta el tope, donde está la casa. El ranchito del frente, donde hace más fresco, ya está sufriendo la contaminación sonora de los motores que se multiplican como un virus que pretende acabar con la paz del lugar.

La cocina, una edificación de madera separada de la casa, como en los campos, tiene una magia indescriptible. En ella se dan las mejores sobremesas del mundo, después del terrorismo gastronómico al que nos somete la buena Catalina, y del que placenteramente somos presas. Sus habichuelas son legendarias, pero también la ensalada de Tía Nidia, los huevos fritos ya famosos, un bacalao inolvidable, el sancocho más delicioso, y así sucesivamente. Tres libras más tarde, nos dirigimos por defecto a la parte trasera de la casa, donde empiezan los solares de la familia: lomas que piden una yagua a gritos, y hondonadas por las cuales más de una vez me ha tocado el placer de caminar. Desde lo alto, debajo de la mata de Caucho, Fifi, Josefina y yo tiramos sendos colchones al suelo y dejamos que la brisa arrulle nuestra siesta.

Al despertar, ya Cata puso el café (obviamente nos lo bebemos en jarro), y nos espera una tarde maravillosa, con viento fresco pero asoleada, típica de Sajoma, donde los atardeceres saben a gloria. Llega Teo a dormir, como todos los días. Cae la noche y nos refugiamos de nuevo en la cocina, mientras dentro de la casa se reza por los vivos y por los muertos. Mamasita se fue a dormir y no hay que hacer ruido, aunque ella se las lleva todas, Un perro que ladra dos veces más de lo normal ya es tema de conversación para mañana. Así de simple es la vida.

A la hora de acostarnos, entre mosquiteros y abrigos, nos metemos en las camas mientras una lluviecita cae en el techo de zinc, qué maravilla. Soy dichoso, me repito, de ser acogido por esta familia, en este hogar que es casi templo. Cesa la lluvia y ya nada se escucha (excepto mis ronquidos según me contó Josefina muy molesta). La paz invade la casa. La luna camina hacia el día siguiente.

Despierto de amores con la vida. Salgo a la sala y le pido la bendición a Mamasita. “Viene un norte”, dice la abuela presagiando lluvia y frío. Es 21 de enero. Hoy la Virgen de la Altagracia viste con abrigo y gorro de lana, me sonríe y se sienta a observarme desde su silla de ruedas.

miércoles, 23 de enero de 2008

Uno es lo que Lee

“Uno es lo que lee”, reza el epitafio en la lápida de nuestro querido Dubert. Para un hombre de frases tan contundentes y profundas, cualquiera hubiera esperado algo impactante, sin embargo, cinco simples palabras no parecen expresar todo lo que aquel ser humano fue. Pero dándole cráneo, uno se da cuenta de que Dubert nos dejó tarea. Tenía un cuarto lleno de libros desde el suelo hasta el techo. Libros de todo tipo, sus eternos compañeros, la fuente de una sabiduría que parecía no agotarse nunca. Tuvimos la dicha de iniciar un club de lectura con él durante los últimos seis años de su vida, y cada sugerencia suya era una sorpresa, un regalo.
Y si uno es lo que lee, yo he sido de todo. A ver:

En mis primeros años de vida yo era una creación de Disney, ya fuera aristogato, dálmata o un perro vagabundo. Luego era don Pancho, la caricatura que aparecía los sábados en la portada de los muñequitos del Listín, luego fui un cazador de tiburones de Yucatán, y un mago llamado Kalimán y que luego cambié el turbante por un sombrero de copa y me llamé Mandrake.

Ya a los diez años, por una de esas coyunturas de la vida, cambié radicalmente y me convertí en un personaje bíblico. Fui Moisés, fui el Rey David, fui discípulo y apóstol, justo antes de iniciar las clases de catecismo.

Mi tío Eduardo llegaba entonces cada verano con cajas llenas de “paquitos”, y tanto en los que él nos conseguía como en la biblioteca del Centro Español, logré hacerme de diferentes personalidades, desde una zorra que detestaba a su vecino el cuervo, pasando por un héroe que se ponía blandito cerca de la kriptonita o de Luisa Lane, hasta llegar a ser el ladrón y seductor más elegante de la época: Fantomas.

En mi pre-adolescencia, papi arrasó con el Instituto del libro y nos hizo esperar con avidez los nuevos ejemplares de historietas ilustradas de autores como Julio Verne, Charles Dickens, o Mark Twain, o acaso los comics del Jabato y el Capitán Trueno, en los que me convertí rápidamente. Fui cazador de ballenas, fui huérfano a orillas del Mississipi, y hasta llegué a viajar por el fondo de los mares en mi nave Nautilus.

Gracias a la temible Antonia Silverio, alias “la jamona”, en sexto curso por obligación fui un Hombrecito, tuve un burro llamado Platero y hasta fui un indio que cambió su nombre taíno por el de Enriquillo.

En las tardes que tenía clases de inglés, la biblioteca del Domínico fue el escenario donde me convertí en príncipe que rescataba doncellas en apuros, y poco a poco fui creciendo, me casé con Madame Curie y hasta luché como buen mohicano que era.

En los años siguientes, mi hermana Mónica se empeñó en que aprendiera a leer libros sin ilustraciones. Solo tuvo que regalarme un libro de Agatha Christie y entonces devoré la colección completa, a expensas de una mesada que no me rendía si doña Pía no me hubiera fiado de su librería los ejemplares que me convertirían en el célebre detective belga Hércules Poirot por algunos años.

En esos tiempos, mi abuelo tuvo a bien introducirme al mundo de las Mil y Una noches, y entre las mil y una cosas que fui, lo que más disfruté fue convertirme en Sinbad el marino.

Hasta que llegó mi profesor de literatura Lli-Sán, con una especie de chantaje que a la larga dio resultado: "tú lees este libro y lo expones en clase, yo te regalo diez puntos". Por él me convertí en Mauricio Babilonia y en Florentino Ariza, me transformé en poeta y recité en un momento coplas a la muerte de mi padre, en otro le canté a Margarita Debayle, y hasta llegué a componer versos sacrílegos al crucifijo del cuello de mi amada.

Siguiéndole los pasos a la mejor lectora que conozco, mi mamá, me he convertido en personajes de Taylor Caldwell, Morris West y Martín Descalzo, entre otros. Y así, con el paso de los años he sido de todo: Me han hecho cambiar de personalidad Cortázar y Allende, Coelho y De Mello, Bosch y Benedetti, Tolkien y Rowling, Jorge Amado y Patrick Suskind, y decenas de autores más. Últimamente soy Alfonsina, y gracias a mi amiga Evelyn ahora soy Rilke.

Echando un vistazo a mi vida a través de la lectura que me ha acompañado, descubro siempre la influencia de alguien querido. Cada libro ha sido un regalo, una elección inducida, una sugerencia acertada.

Uno es lo que lee. Y yo usualmente leo lo que mis seres queridos me llevan a leer. Quiero pensar entonces que no sólo tengo un pedazo de cada libro leído dentro de mí, sino que también soy un gran rompecabezas formado con todos los pedazos de la gente que me quiere.