lunes, 10 de octubre de 2005

Un Monólogo Entre Dos

Este fin de semana volví al ILAC, mi paraíso particular en Licey al Medio, el lugar donde nací por segunda vez y donde he visto ocurrir tantos milagros. Esta vez la ocasión era un retiro con la comunidad que recién me adoptó en Santo Domingo.

Fui con renuencia, de mala gana, con la mente llena de mil cosas. Y como siempre recibí una bella sorpresa al experimentar, por poco tiempo pero muy profundamente, la paz de estar ante Su presencia...

Muchas horas después, ya en mi casa, me puse a pensar en cómo poder experimentar esa paz de nuevo, y sin mucho trabajo entendí cuál fue el proceso que me llevó hasta donde llegué, o mejor dicho, recordé el camino que debía seguir para vivirlo de nuevo.

Hace casi veinte años atrás lo plasmé en un papel, en la biblioteca de La Salle como a las once y once de la mañana de un día de la Altagracia y hoy la memoria me hizo quedar bien. Recordé aquella experiencia de adolescente y la comparé con ésta de adulto... era la misma. Es increíble cómo la vida lo va llevando a uno a olvidar las cosas que importan, pero qué bueno que uno mismo puede aconsejarse años después, en mi caso, como siempre, gracias a la palabra escrita.

Desemplové el papel de entonces y lo reproduzco ahora íntegramente para que quede en mi memoria cibernética también, que ésta no se pone amarillenta ni quebradiza...

UN MONOLOGO ENTRE DOS

Cuando terminé de hablar con él me di cuenta de que seguía en el mismo lugar. Hacía ya más de media hora que le había dicho lo que tenía que decirle, y sin embargo, no se había ido. Entonces me atreví a volver a dirigirle la palabra, y esta vez fue diferente; esta vez le pregunté que qué pasaba, que si él no tenía muchas ocupaciones como para quedarse mirándome. El se sonrió y se quedó callado.

(Desde que lo conocí lo había visto en muchas partes, porque casi todos lo conocían, aunque muy pocos lo comprendían. Siempre lo había tratado superficialmente, aunque él es la clase de persona que tiene siempre los brazos abiertos, siempre buscando a los demás).

Volví a hablarle, y le pregunté: ¿Por qué no me dices algo? El siguió callado. Yo también.

(Nunca me había fijado en lo flaco que es, y sin embargo, parece satisfecho, lleno. Aún así, se le nota que sufre por algo).

Nunca me imaginé que se quedara tanto tiempo a mi lado. Y yo sabía que estaba allí, aunque en esa oscuridad no se podía ver bien, pero lo sentía, estaba cerca de mí.

(Siempre noté que mucha gente lo respetaba. Un día le pregunté: “¿Por qué eres tan importante?”, y se limitó a mostrarme tres clavos. ¿Qué importancia pueden tener tres clavos?).

Ya me desesperaba. Yo le hablaba y él tan sólo escuchaba en silencio. Decidí pagarle con la misma moneda: Hice silencio.

Entonces empecé a escucharle ...

21 de enero de 1986

martes, 4 de octubre de 2005

La Sonrisa de Luis Carlos

Hasta hace apenas tres semanas, el hombre de 69 años que estaba parado frente a la cama de posición no tenía nada en común con el joven de 20 que ocupaba dicha cama. No se conocían y aún no se conocen, no se parecen, ni siquiera han dialogado, pero ese domingo a mediodía hubo un hilo muy fino y a la vez muy fuerte que unió sus corazones.

El señor de 69 había recibido un disparo hacía siete meses. Un disparo que iba a ser mortal, en la puerta de su casa, por un desconocido que para asaltarlo apretó el gatillo del rifle calibre 10 que cambió su vida con un impacto en el pulmón izquierdo.
El joven de 20 había recibido un disparo hacia unas semanas. Un disparo que iba a ser mortal, en el frente de su casa, hecho por un desconocido que para asaltarlo apretó otro gatillo que también cambió su vida, esta vez rozándole la médula y destrozándole la traquea.

Por cosas de la vida, ese domingo después de Misa el señor de 69 (mi papá) llegó al pie de la cama del joven de 20 (sobrino de mi amiga y ahora mi amigo) y le habló. Le dijo pocas cosas, pero las necesarias. Le dijo sólo dos o tres cosas, pero las sacó del alma sin rodeos. Le dijo que hace meses él no podía ni pararse solo, pero que ese día había subido sin ayuda cuatro pisos para verlo. Le dijo que no se preocupara por la inmovilidad de sus miembros, porque su brazo le dejó de funcionar y hoy estaba casi 100% funcional. Le dijo que si permanecía cerca del amor de Dios, iba a entender que todo obraba para bien. Le habló de tener fuerza y paciencia. Y luego le dijo que para él, cada día que estaba viviendo era un gran regalo que disfrutaba, un regalo de Dios.

Luis Carlos, que permanecía inmóvil en su cama y sin poder hablar, con muchas libras menos y un tubo en la traquea, finalmente sonrió. Fue una sonrisa lenta, débil, pequeña, pero también fue una sonrisa tierna y llena de paz. La sonrisa de Luis Carlos permaneció en su cara el tiempo suficiente como para que se grabara firme en mi mente y en mi corazón, porque era para mí como el arco iris después de la lluvia, como un hermoso amanecer después de una noche muy larga, como la paloma que le trajo el ramo de olivo a Noé. Era la señal de que va a seguir saliendo el sol en los corazones de los que creemos, como dice la canción de un conocido mío: "Porque hay fe y hay deseos de vivir, y hay amor y muchos hombres con valor".

Mientras papi hablaba, sentí que me hablaba a mí también. Le dí gracias a Dios por ser testigo de aquel encuentro entre dos que habían estado muertos y ahora vivían, por dejarme ver tantos milagros y permitirme saber que una sonrisa puede cambiar las vidas de los demás más profundamente que un disparo...